ue se piense promulgar una constitución para la Ciudad de México no puede sino ser recibido con celebraciones, ya que los ciudadanos de esta ciudad han merecido formar parte de una entidad política con cierta autonomía, lo que significará la posibilidad de mayor participación del pueblo en el gobierno de esta gran urbe.
Además, debe ser pensado este acto como un antecedente para la promulgación de una nueva constitución del Estado federal mexicano, que está próxima a cumplir su centenario, y los cambios históricos exigen una profunda renovación. Es decir, la Constitución de la Ciudad de México podría presagiar cambios profundos, estructurales, de fondo, para superar la concepción moderna de la forma Estado surgida en Estados Unidos en el siglo XVIII y en la revolución francesa. La Ciudad de México, el Estado mexicano y América Latina lo ameritan.
Es verdad que el proceso ha sido convocado ya amañado, disminuido, adulterado. Ya no se expresará la voluntad popular propiamente dicha, sino una parte de ella con la presencia de 40 por ciento de constituyentes nombrado por representantes confirmados para cumplir otras funciones. Esta presencia adultera el Poder Constituyente, lo enturbia con miembros del poder ya constituido, que son parte del problema de la forma Estado de la democracia meramente representativa. En su tiempo, Franklin indicaba que si debajo de la representación del condado no existía la democracia directa en el distrito, toda la Constitución estadunidense sería un fracaso. Lo cierto es que dicha democracia directa comunitaria del distrito nunca se hizo efectiva. Los padres fundadores estadunidenses temían la democracia participativa argumentando su imposibilidad; por ello fue negada junto al anarquismo utópico.
Desearía llamar la atención hoy a sólo tres aspectos esenciales que deben debatirse en referencia a la Constitución de la Ciudad de México. El primero, deberían proclamarse nuevos derechos que surgen del actual estado de crisis; el segundo, es necesario definir un claro concepto de soberanía, y el tercero, de una manera novedosa se hace necesaria la articulación de las estructuras representativas (que en su forma liberal están en crisis en todo el mundo) con nuevas estructuras participativas (que la democracia moderna nunca ha llegado a institucionalizar hasta el presente).
La concepción de una organización estatal, pública, como la Ciudad de México, y según la nueva constitucionalidad que va surgiendo en América Latina, debería definirse como una ciudad pluricultural, plurinacional, atenta en el respeto de los derechos a la diferencia de diversos grupos humanos que habitan la ciudad, de un punto de vista del género, de la raza, de la lengua, de la cultura, de la religión, de usos y costumbres, de la tercera edad, etcétera. Igualmente, debería defenderse el derecho de las generaciones futuras a la posibilidad de su existencia mediante la preservación de las condiciones ecológicas como afirmación y crecimiento de la vida humana, aunada a la dignidad de todos los seres vivos y con respecto a la naturaleza.
En segundo lugar, frecuentemente se opina que la soberanía tiene por sede al Estado. Como se lee en la Constitución nacional vigente en su artículo 39: La soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo. Todo poder pública dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste. El pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de gobierno
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Hay textos posteriores que limitan esta soberanía supeditándola al ejercicio representativo. El espíritu de la declaración indica que la representación sólo ejerce delegadamente dicha soberanía. Mientras tanto, en la tradición liberal, el pueblo guarda siempre una participación habitual, virtual o potencial, pero que se cumple realmente en la próxima elección de los representantes. Se trata de hecho de una democracia representativa hoy en crisis. Y en crisis porque los representantes forman un estamento social que se fetichiza frecuentemente teniendo intereses propios de cuerpo, y aceptan más la presión de las fuerzas fácticas, de los lobbies y de otras estructuras que las del pueblo que, se dice, los eligió. Esta corrupción queda hecha teoría cuando se habla de la soberanía del Estado, en cuyo nombre se niega la soberanía del pueblo. No es el Estado el soberano, sino únicamente el pueblo.
Y esto va ligado, y en tercer lugar, dada la crisis y la corrupción indicada de los representantes, elegidos por los partidos políticos y sólo confirmados por el pueblo en las llamadas elecciones de sus gobernantes, deja a la participación ciudadana en el limbo de algunas leyes secundarias que no son constitucionales ni se organiza institucionalmente su ejercicio. Deben quedar claramente definidos en la Constitución (para que después se consagren las leyes concretas para su cumplimiento) los órganos gracias a los cuales la participación efectiva del pueblo tenga una figura jurídica clara. Desde el nivel del barrio o aldea (primer orden; de democracia directa), a una asamblea suficientemente coordinada de ellos (segundo orden; por elección de delegados del primer orden), hasta la delegación (tercer orden, una asamblea delegacional), y como cuarto Poder Participativo (junto a los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial) en toda la ciudad (cuarto orden), la participación dejaría de ser una institución voluntaria, optativa, referida a menesteres secundarios y sin significación política, y se transformaría en el lugar constitucional de planificación de las necesidades del pueblo (en los cuatro órdenes indicados) y de auditoría de los poderes representativos (incluyendo al Judicial, elegido y auditado por el Poder Participativo). Fruto de la atenta vigilancia. el Poder Participativo, que observa el cumplimiento honesto y estricto de los otros poderes, y mediante auditorías (a cargo del Poder Participativo), se podría consultar el pueblo en votación universal a la revocación del mandato de cualquier orden de la representación. No es por la relección de un representante que se mejoran las cosas; al contrario, se corrompen en mayor medida, ya que los electores no conocen a los representantes que confirman, y menos son informados de cómo el representante ha cumplido con las promesas anunciadas antes de su confirmación. Es parte del fetichismo de la representación sin contacto popular.
* Filósofo, emérito de la UAM y del SNI