l anuncio, el 12 de diciembre, de la adopción del Acuerdo de París, culminó la COP21 y abrió una nueva era, que se extenderá por el resto del siglo XXI, en la lucha de largo plazo contra el cambio climático y sus consecuencias. Atemperado el jolgorio con que se recibió, han empezado a divulgarse evaluaciones objetivas tanto de las exigencias que plantea como de las posibilidades reales de satisfacerlas. Ajustarse al Acuerdo de París, de alcance y complejidad sin precedente, será un desafío mayor para la comunidad internacional y demandará un cumplimiento oportuno, exigible y verificable de compromisos cada vez más exigentes a lo largo, ya se dijo, del resto del siglo.
Tras una travesía menos accidentada de lo previsto, la COP21 llegó al acuerdo gracias a la acertada conducción diplomática de sus deliberaciones, orientada siempre a la construcción de consensos, y al apoyo constante y efectivo que brindaron, desde sus capitales, diversos gobernantes entre los que sobresalieron Obama, Xi y Hollande.
En la euforia inicial, poco se mencionó el hecho de que el Acuerdo de París (formalmente: Acuerdo de París dentro de la Convención Marco de Naciones Unidas sobre Cambio Climático), depositado en la sede de la ONU, será firmado el 22 de abril de 2016, Día de la Madre Tierra, en una ceremonia ad-hoc. Antes de un año cada signatario deberá entregar el instrumento de ratificación, aceptación, aprobación o adhesión que le corresponda. Entrará en vigor 30 días después de formalizado por no menos de 55 países, que en conjunto originen al menos 55 por ciento del total de emisiones de GEI. La expectativa es que ambos límites se alcancen en la ceremonia misma, de suerte que la vigencia formal del acuerdo comience el 23 de mayo de 2016. Incurrir en una demora sería un indicio muy negativo, un muy mal comienzo.
Como instrumento sucesor del Protocolo de Kyoto, el acuerdo empezará a aplicarse en 2020. Considerado parte de la convención, el acuerdo no requiere ratificación legislativa en algunos países, entre ellos Estados Unidos. Esto es crucial, ante la certeza de que un debate de ratificación en el Congreso no tendría conclusión positiva, ni ahora ni tras la elección, como ha ocurrido con la reforma del convenio del FMI.
Para transitar por los documentos adoptados en París –la resolución de la COP y su anexo, el Acuerdo de París– han solido destacarse cinco componentes básicos: a) mitigación: reducción de emisiones suficiente para alcanzar, hacia fin de siglo, un alza de la temperatura global media bien por debajo de 2 grados centígrados
y esforzarse por limitarla a 1.5 grados centígrados
, respecto de niveles preindustriales; b) transparencia: información y vigilancia de las acciones nacionales contra el cambio climático; c) adaptación: fortalecimiento de las capacidades nacionales para hacer frente a los impactos climáticos; d) pérdidas y daños: acciones, incluidas ayuda y asistencia, para que los países superen tales impactos; y e) apoyo financiero y técnico, para que las naciones fortalezcan su capacidad y resistencia. Cinco asuntos en los que se centró la controversia y que desembocaron en entendimientos, a veces confusos y provisionales, que permitieron alcanzar el consenso final.
Sobre mitigación, el logro esencial del acuerdo fue ratificar el tope de 2 grados centígrados de aumento de temperatura global promedio para fin de siglo, con la opción de reducirlo a 1.5 grados centígrados. Los países más vulnerables, sobre todo los insulares, ejercieron presión y recibieron apoyo de buen número de naciones avanzadas y emergentes. Cabe preguntarse si todos tuvieron conciencia de que hacer realidad esos topes significa no sólo colocar al mundo en la senda de la descarbonización, sino hacerlo más pronto y a mayor velocidad de lo que muchos parecen dispuestos a aceptar. En especial los grandes productores y usuarios de combustibles fósiles atacaron tal noción en la conferencia, al grado de lograr excluir tan temida palabra del texto del acuerdo. La clave parece haber sido que al ambicioso objetivo general (2 y 1.5 grados centígrados) no se añadieron metas instrumentales verificables en el tiempo. Quizá la transacción más difícil y quizá dañina haya sido convenir en objetivos generales en lugar de señalar metas cuantitativas globales obligatorias de reducción de emisiones para 2030 y 2050.
En lugar de estas metas cuantificables, que aparecían en diversos borradores, el acuerdo recoge el compromiso de las partes de “alcanzar un máximo ( peak) global de emisiones lo antes posible”; reconoce que los países pobres demorarán más para llegar a ese máximo, y señala que se procurará un equilibrio entre las emisiones antropogénicas por fuente y la remoción de GEI en sumideros, en la segunda mitad del siglo
. En otras palabras, parece haber prevalecido el enfoque de China, consistente en asumir el compromiso general de llegar a un máximo de emisiones en una fecha dada, sobre la vía de fijar compromisos específicos de reducción en fechas sucesivas, preferida en Europa y Estados Unidos. Parece también que aceptar la inclusión de un tope más estricto de aumento admisible de temperatura media fue la moneda de cambio para dejar fuera del acuerdo una vía explícita de descarbonización global.
Los países dependientes de combustibles fósiles, que tuvieron en Arabia Saudita un líder efectivo en las negociaciones, y las corporaciones que los manejan parecen haber obtenido un doble beneficio, al menos a corto plazo: no hay una fecha fija para el peak global de emisiones y éstas podrán continuar en la medida en que sean absorbidas en sumideros silvícolas o por avances técnicos que limpien
el empleo de combustibles fósiles. De cualquier modo, como ha hecho notar el Instituto de Investigación de Impactos Climáticos de Postdam, proponerse los límites de 2 y 1.5 grados Celsius significa llegar a cero emisiones netas en sólo unas décadas
, para lo cual habrá que alcanzar los máximos de emisiones antes de 2030 y suprimir las emisiones netas hacia 2050.
Así, a mediano plazo, el Acuerdo de París marca el principio del fin de la era de la energía fósil, como se ha dicho muchas veces. Es esta una noción que parecen haber entendido antes que nadie las corporaciones petroleras, cuyas inversiones en nueva capacidad de producción de alto costo –suspendidas de hecho por el colapso de los precios– quizá no se realicen, sino se reorienten en dos sentidos: a) desarrollo de tecnologías de combustión limpia o de captura y secuestro de emisiones, y b) impulso a las energías renovables. Si el Acuerdo de París hubiese adoptado la descarbonización como objetivo de largo plazo y los presupuestos de carbono como instrumento, habría mucho más que celebrar respecto del futuro de nuestra casa común
.