l lunes pasado la Agencia Internacional de Investigación sobre el Cáncer (IARC) de la Organización Mundial de la Salud (OMS) advirtió sobre el riesgo de ingerir alimentos cárnicos procesados como embutidos, jamones, salchichas y tocino, los cuales fueron calificados de cancerígenos con base en 800 estudios estadísticos en los que se dio seguimiento a grupos de población con diversas dietas durante periodos extendidos. El documento del organismo internacional clasificó las carnes rojas en general –aquellas que provienen del músculo de todas las especies de mamíferos– como probablemente cancerígenas
y recomendó limitar su consumo. A decir del director de la IARC, Christopher Wild, se identificó una asociación entre la carne procesada y el cáncer de intestino, colon y recto, y una vinculación entre el consumo de carne roja y los tumores malignos en páncreas y próstata.
Tales señalamientos dieron lugar de inmediato a una oleada mundial de notas, entrevistas, infografías y meras opiniones, tanto en los medios tradicionales como en las redes sociales. En muchos casos la advertencia de la OMS fue distorsionada hasta el punto de equiparar el consumo de embutidos con el del tabaco. Reproduciendo una conocida paradoja de los tiempos actuales, el exceso de información generó un estado de desinformación generalizada, de temores no necesariamente fundados, de descalificaciones al organismo internacional y de bromas de toda suerte. La confusión se incrementó por las propias declaraciones de Wild, quien tras lanzar la advertencia dijo reconocer los valores nutritivos de la carne y dejó en manos de los gobiernos la formulación de recomendaciones para sus respectivos consumidores.
En tal circunstancia, se ha dificultado comprender la importancia y la relevancia de las conclusiones de la OMS, las cuales han sido analogadas por no pocos comentaristas a las guerras
propagandísticas que han protagonizado en décadas recientes diversos sectores y regiones de la industria alimentaria; por ejemplo, las campañas de opinión contra el azúcar, el aceite de oliva y la carne de cerdo, lanzadas en distintos momentos por fabricantes de productos alternativos (los productores de edulcorantes sintéticos, los de aceite de girasol y canola y los criadores de ganado vacuno, respectivamente) que buscaban hacerse con una cuota de mercado así fuera por medio de verdades a medias o de abiertas falsedades.
Otro precedente significativo es que un equipo de investigadores de la Universidad Harvard recomendó hace unos meses eliminar la leche y sus derivados –a los que atribuyó consecuencias cancerígenas y les restó relevancia como medio de obtener nutrientes– de la dieta de la población estadunidense. El asunto de los cárnicos cancerígenos hizo recordar, asimismo, pifias recientes de la OMS en torno a epidemias y medicamentos diversos.
Sin afán de minimizar las advertencias de la IARC, es pertinente que las sociedades las pongan en perspectiva y en contexto: cabe recordar que la toxicidad de cualquier alimento depende de la frecuencia y cantidad del consumo y que hasta la sal de mesa puede ser un veneno de efectos rápidos si se le ingiere en cantidades elevadas.
Resulta recomendable, asimismo, considerar que la opinión pública global padece actualmente un bombardeo de advertencias sobre peligros derivados de casi todos los elementos de la alimentación, como los alimentos vegetales transgénicos, los carbohidratos, las grasas, las proteínas animales, los peces originarios de criaderos insalubres o de océanos contaminados, los conservadores, saborizantes y colorantes y los plásticos de ciertos envases. A ello han de agregarse rumores sin confirmación científica como los supuestos efectos perniciosos de hornos de microondas, líneas de alta tensión próximas a los hogares, pantallas planas, teléfonos celulares y materiales odontológicos, entre otros elementos de la vida moderna.
La suma de estas alertas puede resultar abrumadora y angustiosa. Esta circunstancia obliga a las autoridades sanitarias y a las instancias educativas a empeñarse en una tarea de orientación y difusión basada en datos confiables, en tanto los consumidores deben asumir la responsabilidad de informarse y de aplicar la prudencia y el sentido común en la preservación de su salud.