omo en el concierto de Joan Manuel Serrat en el Auditorio Nacional el sábado pasado (vivos se los llevaron, vivos los queremos) como en la negativa a celebrar el día de la hispanidad de la alcaldesa de Barcelona, como en su nombre, como en su espíritu, como en su carácter, como en su arquitectura, pintura y música, todo es de singular relieve en la mediterránea Barcelona. Ciudad encantada a la que con cinturón azul ciñe su horizonte al estrechar la mar y ser tránsito permanente. Lo que la lleva a ser palpitar de ritmos de otros tiempos; guerras, incluidos los bombardeos de la guerra civil, los cantos del Noucamp, las ramblas y esa centenaria plaza de toros cuyo redondel parecen dormir en eterno sueño de leyenda, los días lejanos del siglo pasado. El siglo gallardo de los catalanes que acabaron en el exilio e hicieron ondear su bandera sobre los más apartados rincones del mundo. El siglo de la violencia y la categoría. El siglo de Picasso, Gaudí, Pla, etcétera, que abandonaban los graves asuntos de la guerra por el encanto de unos ojos de mujer. Amores terminados trágicamente en días tristes, revividos en las últimas elecciones. Más allá de vencedores y vencidos, vivirán los olores, las comidas –la Barceloneta, el mercado, etcétera– la luminosidad, los romances, la sangre derramada y los sentimientos de generaciones que dieron paso a otras maneras de vivir.
Embrujador encanto de la Barcelona que siente la quietud de su destino a la que se le quita parte de su embrujo al dividirla, que se inició con la prohibición de las corridas de toros. Como remembranza quedo la plaza de toros Almudejar, situada en el chaflán sur de la confluencia de la avenida Carlos I y la Gran Vía. Plaza que recuerda el espíritu arabizante que utilizaba el ladrillo y el azulejo y cúpulas de influencia oriental. Espíritu que el tiempo y la fantasía fueron envolviendo en hechizados ropajes de consejos, encanto y tradición. La clara primavera besa frías columnas y la balconería y se enrosca en los capitales, forjada por la cálida imaginación de poetas, arquitectos, pintores en yunques de leyenda y evocación. Los catalanes y los visitantes encontraban jirones legendarios, mágicas huellas en las seis torres y planta cuadrada que seguían la alineación de las calles colindantes que en la primavera estallaban con la policromía de las flores, perfumes encendidos sensuales.
En la quietud bruja de la noche cuando la luz se apagaba florecía el espíritu catalán, tan singular que pareció despojarse de los lazos que la sujetaban. Paseos (las Ramblas) que quedaron grabados en la mente barcelonista y no habrá quien las prohíba como no hubo quien quitara a los trasterrados en el exilio, la singularidad que los ubica y es signo de identidad.
El tiempo parece detenerse y que todo quede dormido silenciosamente bajo el peso de la tradición. El alma catalana renace con todo esplendor y poesía en el Noucamp con otro campeonato y la vieja plaza en que la magia de José Tomás con un trincherazo revivió toda la leyenda, en la que se ubicaba nuestro Carlos Arruza y el brindis que le hizo Picasso a su arte en este redondel.
¿Quién descifrara a la Barcelona perdida en el tiempo y el espacio?