Niño dormido que crece/niño que ya no va a crecer
ay en el sueño estrellas y planetas,/ un aire limpio y este sol de invierno;/ una madre constante reclinada/ sobre la frágil cuna/ y los brazos del padre.// Por eso, niño mío, duerme tranquilo,/ te espera el despertar de tu aventura,/ te esperan los caminos y los besos,/ los silencios del alma,/ el esplendor del cuerpo.// Te espera la ciudad con sus milagros,/ el campo y sus ardientes madrugadas,/ las noches del amor/ y las jornadas/
en que serás quien eres.// Por eso, niño mío, duerme tranquilo,/ sigue la bendición inexplicable,/ sigue el hombre abrazando a su esperanza./ (De todo lo demás nada te digo./ Lo oculto entre mis sienes devastadas.)// En el sueño de estrellas y planetas/ y en este sol de invierno, tu presencia/ abre una nueva puerta.”
Canción para dormir a Bruno, del para siempre querido Hugo Gutiérrez Vega. Tan convincentes y aparentemente sueltos, conversados versos (sujetos en su mayoría al endecasílabo), me remitieron a su último poema, dedicado a Aylan, el niño hallado muerto en una playa de Turquía.
Y pensé en una palabra poco prestigiada en nuestra actual poesía: ternura. Acá, una ternura cuidadosa, atenta, pulcra, no desbordada y eficientemente comunicativa.
Uno es un lamento, casi una elegía. El otro, esperanzado y esperanzador, representa puntualmente el sentir de un abuelo respecto de su nieto –todo goce, con un apenas audible (en sordina, a la distancia) dejo de tristeza comprensible y comprensiva, parte integral de nuestras vidas.
Más allá de la ternura, que en el segundo texto parece desvalida (y en ello hallar su fuerza), interesa la soltura técnica, coloquial y esmerada: con el tema y la forma; el espíritu, el cuerpo del poema.
En el primero el poeta rima varias veces (ello es claro en la última estrofa, menos claro aunque real en la penúltima y clarísimo en la antepenúltima) sin que –el poema parece todo en verso blanco– salten las rimas a los ojos del lector.
En el segundo recurre a los no muy frecuentados signos de admiración, los puntos suspensivos (casi mismo caso) y los diminutivos, que en otra voz, no en la del jalisciense, podrían derivar hacia el sentimentalismo o la cursilería.
La pulcritud sensible, la amorosa vigilancia, el firme y libre pulso y esa especie de ensimismamiento que no se desconecta de lo real, son, concluyamos, una estricta pero fresca lección.