a aprobación de la reforma política del Distrito Federal, de aquí en adelante Ciudad de México, es, sin duda, un hecho histórico, aun cuando falta todavía un largo trecho para que el proceso concluya. De hecho, estamos en los prolegómenos de un cambio cuyas consecuencias se harán sentir en el conjunto del Estado, habida cuenta el papel que en la vida republicana ha desempeñado la capital federal. Sin embargo, retrasada por la mezquindad de algunos y la arrogancia de otros, la reforma aprobada por el Senado (que en cierto modo llega tarde) aparece desdibujada por la sombra de algunas definiciones que a fuer de no ser explicadas parecen meras incoherencias. Es el caso, por ejemplo, de la fórmula que se usará para elegir a la Asamblea Constituyente, tema de singular relevancia en el que, al parecer, ha privado el espíritu conservador sobre los probados afanes de una ciudadanía acostumbrada a la participación, al menos en comparación con otras entidades ajenas al centralismo derivado de la sempiterna capitalidad. La excelente crónica de Arturo Cano da cuenta de cómo la grilla, ese esfuerzo marginal de última hora, traduce los grandes postulados en compromisos entre las fuerzas que se disputan la hegemonía. Así, en lugar de que la Constituyente sea la más clara explícita voluntad popular, ésta se tamiza por el juego de intereses que en definitiva corresponde al Estado, más que al territorio de la futura entidad. En su reseña, Cano advierte: “El centro del debate es cómo serán los cambios y quién los definirá: porque la reforma ya aprobada establece que en septiembre de 2016 quedará instalada la Asamblea Constituyente de 100 integrantes, responsables de que a finales de enero de 2017 la Constitución de la ciudad de México esté lavada y planchada. La condición sine qua non del PRI fue una Constituyente a modo: 60 de sus miembros serán elegidos en una fecha no definida con base en listas cerradas de los partidos y los 40 restantes serán designados”.
Uno de los más críticos en la tribuna es también uno de los más activos promotores de la reforma, el senador Mario Delgado, quien denuncia la fórmula que le permitirá al PRI dominar la Asamblea Constituyente. Y luego, junto con Morena, vota en contra. Otros, como la senadora Padierna, reaccionan contra el intento de anular la reforma desde la cuna: La tutela y el centralismo no tienen lugar en una verdadera democracia. La ahora Ciudad de México es el epicentro de la vida política, económica y cultural de toda la nación; este territorio cuenta, orgullosamente, con una porción importante de la ciudadanía más crítica, activa, progresista y libertaria del país, que no va a permitir que sus derechos sean escamoteados, que se quiera ganar en los acuerdos cupulares lo que no se puede conquistar en las urnas
. Y votó a favor.
El debate ilustra hasta qué punto coexisten en la tarea legislativa la inmediatez de la pugna electoral, la urgencia de ganar algo
antes de que termine el actual periodo, con el conservadurismo reformador anclado en el ADN de quienes todavía dudan si la reforma democrática del Estado es o no una tarea pendiente o una simple mala inversión. Las expresiones de numerosos legisladores pertenecientes a la derecha dan cuenta de una visión del país anclada en el pasado, en el sueño autonómico de las burguesías provinciales versus el presidencialismo centralista cuya crisis no acaba de concluir. Pero también permanece la querencia de la verticalidad, el temor al desorden
que la democracia introduce en el juego de la vieja clase política priísta. En el fondo, si pensamos en la afirmación de los derechos ciudadanos, lo que deja ver esta permanente contradicción es la crisis de un cierto federalismo cuyas expresiones jurídicas, constitucionales, son incapaces de modular las realidades surgidas de la historia.
México no se reforma con un sentido estratégico, en el sentido de poner en la agenda un horizonte compartido que incluya el modelo de Estado que más le conviene al país en una era como la actual. A los políticos les bastan las reminiscencias, la lectura de leyes que han sido rebasadas o la vuelta a lo seguro pero inviable hoy y siguen tan campantes.
La reforma política que devuelve a la ciudad derechos es sin duda un acontecimiento de la mayor importancia, independientemente de las limitaciones señaladas. Es un logro, una conquista obtenida con todos los matices y asegunes que se detectan. Por cierto, no es un problema que al proceso constituyente asistan invitados de calidad no elegidos directamente por el voto ciudadano, pero hubiera sido importante que la propia Asamblea Constituyente nombrara a los ciudadanos distinguidos cuyo aporte pareciera indispensable.
Que la reforma sea mejor dependerá de los constituyentes. Y de la lucha política capaz de elevar la altura de miras.