l inicio de la década de los 80 comenzó un proceso regresivo en México para la política sobre la intervención del Estado en la economía, siendo los gobiernos conservadores de Miguel de la Madrid y Carlos Salinas de Gortari los que empezaron un programa agresivo de privatización de las empresas públicas, de los bancos y de las instituciones financieras que tenían una participación estatal minoritaria e incluso mayoritaria, con una intensidad que no tiene precedente en la historia moderna del desarrollo económico mexicano.
En particular, esos gobiernos actuaron con una prisa desesperada para vender, rematar o casi regalar cualquier bien público y así favorecer a una nueva generación de empresarios y socios, los cuales utilizaron el poder para enriquecerse sin límites y en forma demasiado ambiciosa.
Primero fueron los bancos que el presidente José López Portillo había nacionalizado al final de su mandato. Después vinieron muchas de las empresas más rentables del país, utilizando el argumento falso de que se privatizaban porque eran una carga financiera para el gobierno, tales como Teléfonos de México, que en el último año previo a su venta tuvo utilidades de miles de millones y un valor en activo de alrededor de 10 mil millones de dólares. Después siguió Aeroméxico y luego las casi mil 200 empresas de participación estatal, es decir, pertenecientes a la nación y al pueblo de México, especialmente las que estaban relacionadas con los sectores minero, siderúrgico, de transporte (automotriz y ferrocarril, entre otras) y un número significativo de más actividades industriales.
La administración de Salinas fue la más acelerada y agresiva, con intenciones claras de favorecer a unos cuantos miembros de la clase empresarial y algunos amigos del régimen, a costa de la pérdida y el sacrificio del patrimonio nacional. Los argumentos que utilizaron para justificar esa política fueron, en estos casos, que eran para adelgazar el aparato de gobierno, hacer eficientes las finanzas públicas, que los recursos adicionales provenientes de la venta de empresas nacionales se utilizarían para incrementar la inversión y con ello promover el crecimiento y el empleo. Algo parecido a los supuestos beneficios que se iban a derivar de la firma del Tratado de Libre Comercio, TLCAN, entre México, Estados Unidos y Canadá, con los pobres resultados que se conocieron 20 años después de su aprobación, en términos de mayor desempleo, desigualdad, bajo crecimiento y el consecuente deterioro político, económico y social, excepto para unas pocas familias.
En la minería, la siderurgia y las otras actividades del país, la concentración de las concesiones y de la riqueza en las tres décadas pasadas se ha incrementado en favor de un grupo privilegiado, a costa de muchas medianas y pequeñas empresas que diariamente padecen las consecuencias de las decisiones negativas que se toman por los grupos y corporaciones mayores, en contra de los intereses de una gran cantidad de compañías de menor dimensión, ya que aquellas están totalmente basadas en la explotación irracional y creciente de los recursos naturales de la nación y de la mano de obra que vive en condiciones mínimas de subsistencia.
A esa política que iniciaron los gobiernos del PRI y del PAN de los 35 años recientes se ha venido a sumar una enorme cantidad de empresas extranjeras que han llegado a México, sobre todo en el caso de la minería, donde prácticamente hacen y deciden únicamente en función de sus intereses, sin importarles el país, los recursos naturales, el medio ambiente, las condiciones de vida y de trabajo y, en especial, la seguridad, la salud e higiene de la clase trabajadora a la cual explotan con salarios muy bajos, en muchos casos de cien o 150 pesos diarios en jornadas hasta de 10 horas y en una actividad de muy alto riesgo. Esas empresas utilizan a contratistas y a seudo líderes corruptos que firman los contratos de protección patronal a espaldas de sus trabajadores.
Muchos extranjeros actúan de esa manera, pero también corporaciones nacionales como Grupo México, Grupo Peñoles y Grupo Acerero del Norte, que por unos pocos pesos que pagan a sujetos deshonestos, atacan y luchan contra las organizaciones democráticas e independientes como el Sindicato Nacional de Mineros, a fin de proteger sus indecentes e indignantes recursos e intereses obtenidos a costa de la riqueza nacional. Para todos esos empresarios no existen reglas de ética o moralidad, mucho menos de responsabilidad social.
Los extranjeros hacen lo que no pueden hacer en sus países de origen y los nacionales prácticamente lo que se les da la gana, ya que a todos en los niveles, federal, estatal y municipal, se los permiten y autorizan en México. Los funcionarios públicos que otorgan concesiones, permisos y proyectos a discreción tienen una visión muy corta en términos del futuro y de la soberanía del país, o de plano se vuelven cómplices cínicos en algunos proyectos de dudosos beneficios sociales.
La mentalidad y la vocación de servicio público en México ha cambiado drásticamente, se ha perdido el nacionalismo, el compromiso y la pasión de servir, pero no la de servirse. Muchos burócratas y políticos quieren hacer creer que otorgando concesiones mineras, de tierras nacionales y ejidales sobre las que no tienen derechos, a empresas nacionales y extranjeras es servir al país y cumplir eficientemente su tarea.
Por supuesto que la presión de esas compañías y la corrupción de los políticos que las favorecen van de la mano, al grado que actualmente casi la mitad del territorio nacional ha sido concesionada a unas cuantas corporaciones y compañías, en un acto de desvergüenza que indigna a toda la nación. Los nuevos Santa Anna de México argumentan que lo hacen para fomentar la inversión, pero nunca explican de quién ni el empleo de qué calidad.
Esa explotación y esa indiferencia en la política minera y en el resto de las actividades económicas de la nación presagian una fuerte turbulencia, ya que cada vez se desesperan más los mexicanos, según se advierte en las frecuentes marchas y manifestaciones populares de protesta en todo el país, y augura tiempos muy difíciles para México. ¿Nadie se da o se quiere dar cuenta? ¿Todo mundo se monta en el carro de la pasividad, la explotación y la indiferencia? Yo no lo creo, es cosa de tiempo, sobre todo si no se produce un verdadero cambio de modelo de desarrollo orientado hacia una mayor prosperidad compartida, de equidad, justicia, respeto y dignidad.