Opinión
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Un año sin Gabo
E

n un artículo publicado hace un año, con ocasión del fallecimiento de Gabriel García Márquez, entre diferentes memorias y anécdotas recordaba una frase inolvidable de Álvaro Mutis que decía que Gabriel podía ser el más completo literato que pudiéramos sugerir, pero que su gran cualidad, la gran virtud que pudiéramos atribuirle es que era un hombre sabio, un hombre de gran cultura y sensibilidad, sin duda, pero que en aquel mundo y en aquella vocación suya tan contundente de hacerse un hombre de literatura y para la literatura, se había hecho también un sabio, es decir, un hombre al cual, literalmente, nada humano le era ajeno.

Seguramente para Álvaro Mutis, la palabra tenía una acepción mucho más amplia y rica que estos tímidos adjetivos con que nos atrevemos a definirla. Pero no, no se preocupen, que no haré una infinita lista de palabras tratando de encontrar los significados de tan abarcadora palabra. Gabo y Álvaro seguramente conocían esos significados, y muy probablemente la hubieran definido con una certeza a la que de entrada he renunciado. A lo que renuncio es a acercarme a su significado, si bien no con palabras sí a través de conductas y gestos de los que estuve muy cerca, en su momento, y que precisamente hacen surgir la nostalgia y el sentido de la ausencia de quien en un momento estuvimos tan cerca. Sin embargo, ya iniciado este artículo nos asalta la seguridad, o tal vez la duda, al menos, de que nunca sentimos la presencia cercana de García Márquez de manera abrumadora, como si de verdad hubiéramos estado junto o cerca de un sabio, del cual hubiéramos tenido que soportar día y noche sus frases sabias, como enseñándonos o mostrando algo muy lejano o misterioso a cada a uno de nosotros.

Nada más alejado y ajeno a Gabo que la pretensión de pontificar o enseñar algo a cada minuto; al contrario, si algo lo definió en su vida fue la sencillez familiar y simple con la que hablaba a sus amigos o conocidos, y refiriéndose siempre a lo común en términos de perfecta igualdad. No había nada que enseñar o pontificar, sino apenas algo sobre lo que valía la pena opinar y exhibir apenas un tanteo primario y primerizo. Sobre todo hablando de política, que era una zona en la que tenía grandes y graves convicciones, parecía siempre asumirla con una modestia o discreción digamos casi invencibles. Era mucho más enérgico, hasta donde lo recuerdo, opinando y sobre todo defendiendo a sus amigos, aun cuando fueran políticos.

Gabo tuvo grandes amigos en la vida porque esa relación la consideraba algo así como sagrada e intocable. Y aun cuando no lo manifestara todo el tiempo así lo entendían sus amigos y se conformaban con esa manera de ser suya tan apasionada y al mismo tiempo tan secreta y simple.

Había un terreno, muy silencioso para él, sin embargo, en el que Gabo podía mostrar, más bien dicho, en el que mostraba el volcán que era su corazón: y tal era el terreno, la esfera del amor, con sus mil idas y venidas con sus mil vericuetos y complejidades. Tal cosa resulta evidente para los lectores de sus principales libros, que en definitiva todos son, o se reducen de manera misteriosa e implacable, a ser historias de amor. No sólo las que directamente lo son, sino aun aquellas que no parecen ser tal cosa, que fueron escritas aparentemente con otro propósito, al final de cuentas son rotundamente historias de amor, en las que Gabo exhibe toda su maestría en la materia, con la variedad de sus sentimientos y reacciones, con la inmensa complejidad de sus manifestaciones y vertientes, con los infinitos tonos de sus colores y graduados sentimientos.

En este campo, proponiéndoselo o no, Gabriel García Márquez sí resultaba el genio que todos admiramos, el escritor capaz de colmar nuestras aspiraciones más exigentes. La definición de sabio con la que un día Álvaro Mutis se atrevió a presentarlo, tenía que ver mucho más con el amor que con otros campos de la expresión espiritual de los humanos. Y es que en este campo él se atrevió a explorar muchas de sus profundidades, sin ninguna reticencia o limitación, por algo era el hijo de esas tierras semitropicales o caribeñas, cuyos sonidos y pulsaciones resuenan en las guitarras y en la música de sus libros-ballenatos.

No, de inmediato se me dirá, en los amores que narra García Márquez no hay nunca terremotos o volcanes echando fuego. Y es verdad, pero creo que precisamente en eso consiste su genio de narrador de historias de amor: en ellas no hay nunca tremendismo alguno, sino apenas el descubrimiento de capas muy suaves y tiernas que son las que componen las sinfonías de sus amores, no silenciosos sino tenues y ligeras, llenos de melancolías que han cultivado delicadamente ciertos seres humanos con gran delicadeza y aplicación, y que se han atrevido a hacerlo todo sin la menor reticencia e inhibición. Lo cual revela, al contrario de lo que pudiera creerse, una valentía y un riesgo al cual únicamente se atreven los humanos verdaderamente enamorados y valientes.

Pero hay algo que aparece y reaparece como signo esencial del amor en Gabriel García Márquez: el tiempo o, si se quiere mejor, la duración. La prolongación de ese estado único de arrobamiento que para Gabo, para que de verdad exista, he de ser eterno, o para siempre. Invariablemente, en la situación de presencia del objeto de la adoración, en la literatura de Gabriel García Márquez está inmediatamente ligado a la permanencia, a la eternidad, digamos al ser para siempre en esa condición. Y éste es un aspecto extraordinariamente significativo en la literatura de Gabriel, y desde luego uno de sus más importantes atrevimientos, ya que sin duda vivimos un tiempo en que el amor puede tener otras referencias, pero no necesariamente la temporal, como en García Márquez.