l naufragio de una embarcación frente a las costas de Libia en la que viajaban unos 700 migrantes africanos con destino a Italia es el más reciente de una cadena de eventos similares que tan sólo en este año han cobrado la vida de un millar de personas. Cabe recordar que apenas el pasado 13 de abril 400 migrantes desaparecieron en el Mediterráneo luego de que su embarcación se hundió frente a las costas de Libia, y algo similar ocurrió en febrero de estemismo año, donde al menos 300 africanos sin papeles fallecieron en el Canal de Sicilia, al zozobrar las barcazas en que viajaban desde la referida nación africana.
Durante años recientes se han vuelto recurrentes los episodios trágicos de este tipo en que las víctimas son ciudadanos africanos y asiáticos que buscan llegar a Europa en condiciones precarias y hasta inhumanas, y que perecen en el intento. La reciente intensificación de este fenómeno es atribuible tanto a las proverbiales inequidades económicas entre Europa y África como a los escenarios bélicos que se han registrado en naciones del Magreb y de Medio Oriente, no pocas veces alentados por las propias naciones occidentales, como ocurre en Libia y Siria.
En un mundo que proclama con orgullo la libre circulación de todas las mercancías, excepto la de fuerza de trabajo, y que propicia una integración económica profundamente desigual entre las naciones, es inevitable que se estimule la migración irregular masiva desde los mercados de trabajo más depauperados hacia los más prósperos.
Las herencias del colonialismo y las asimetrías económicas y sociales inducidas por la globalización neoliberal provocan en el mundo contemporáneo flujos migratorios que debieran ser vistos como factores de dinamismo económico y enriquecimiento cultural y que con frecuencia son, sin embargo, abordados desde una perspectiva meramente policial y persecutoria, como si migrar fuera un delito y como si los migrantes fueran criminales. Dicha prohibición y persecución oficial de los flujos migratorios, que linda a menudo con el racismo y la xenofobia, constituye en los hechos una política hipócrita en la medida en que su objetivo no es impedir el arribo de miles de personas a mercados necesitados de mano de obra, sino abaratar el costo de ésta y orillar a los migrantes a aceptar condiciones de trabajo deplorables.
En el caso particular de Europa, la tragedia de los migrantes se agrava por la actual coyuntura política, en la que la crisis de los bipartidismos tradicionales ha dado paso a un avance de fuerzas progresistas, pero también de fórmulas ideológicas xenófobas y fascistas que suelen culpar a los inmigrantes de todos los males que padece Europa.
En esa perspectiva, las miles de muertes de migrantes que se registran en el Mediterráneo son responsabilidad no sólo de los traficantes de personas que lucran con la necesidad humana; también de los gobiernos europeos que han mantenido políticas persecutorias contra un fenómeno planetario que resulta sumamente natural y que, en las circunstancias políticas y económicas de la actualidad, se vuelve inevitable.
La comunidad internacional debe empezar a adoptar medidas urgentes, efectivas y concretas contra la barbarie que representa la persecución de los millones de individuos que abandonan sus lugares de origen para buscar mejores perspectivas laborales y de vida en otras latitudes. Los gobiernos del viejo continente, que con frecuencia se proclaman como defensoras de los derechos humanos, deben adoptar las medidas necesarias para evitar que las rutas de tránsito de migrantes hacia territorio europeo se vuelvan auténticos cementerios de de estas personas.