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Antropólogo de los despojados
D

os penas tengo al escribir estas líneas: la del amigo que ha partido y la de no haberlas escrito en vida de él. El miércoles 4 falleció en Chihuahua Juan Luis Sariego Rodríguez, siempre acompañado de su devota compañera, Lorelei Servín. Su funeral estuvo lleno de amigos y de alumnos. No podía ser uno su amigo sin aprender mucho de él. Y no podía uno ser su alumno sin sucumbir a su amistad franca, surgida de su carácter forjado entre las minas y los fríos de las verdes montañas cantábricas de su nativa España.

A flores y a humo de leña olía la sala de velación. Junto a los académicos y estudiantes de la Escuela de Antropología e Historia del Norte de México estaban las y los activistas, mestizos e indígenas, de la Sierra Tarahumara. Ahí se encontró una comunidad que era síntesis de la práctica y la vida de Juan Luis: una teoría sólida para intervenir en una realidad problemática, de desigualdad e injusticia.

Con su hermano gemelo, Jesús Manuel, Juan Luis se metió de jesuita. Estudió filosofía y luego eligió trabajar en el quinto país más pobre del mundo, Chad, en el África subsahariana. Fueron dos años de inmersión total, viviendo con la etnia nar, en aquella tierra reseca, sin más medio de transporte que una vieja motocicleta. De esa experiencia africana Juan Luis sacó dos cosas: un manual elaborado por él para aprender la lengua sara-nar y un deseo intenso por aprender antropología para entender la realidad de la gente sufriente y despojada. Vio que lo mejor era aprenderla en una de las cunas de esta ciencia: en México.

Se vino a la Universidad Iberoamericana y dejó de ser jesuita para entregarse a su labor como antropólogo. Trabajó en el CIESAS, en el Instituto Nacional de Antropología e Historia y en la escuela del mismo nombre. Uno de sus primeras preocupaciones a investigar fue la minería en México. Se la inspiraron su tierra minera y su abuelo, trabajador en las minas de carbón en Asturias. Junto con su amigo de siempre, Luis Reygadas y otros dos escribieron un libro señero: El Estado y la minería mexicana. Política, trabajo y sociedad durante el siglo XX (Fondo de Cultura Económica, 1988).

El mal de piedra nunca se separaría ya de Juan Luis. Le apasionaba visitar pueblos mineros, platicar con los trabajadores, con los gambusinos, con los sindicalistas. Lo mismo en Chihuahua que en Coahuila o Sonora.

Por eso mismo se puso a estudiar la Sierra Tarahumara. Para conocer la realidad de los rarámuris de primera mano, sin prejuicios ni prenociones adquiridas. Examinó las políticas indigenistas posrevolucionarias en la sierra. Trazó el primer y único mapa de las jurisdicciones de los gobernadores rarámuris.

Mineros e indígenas fueron sus temas cruciales. Productores de riqueza y despojados los primeros; los segundos, despojados de la riqueza de sus territorios. Al tema minero volvió estos últimos años. Pero ya no encontró aquella, si bien difícil, también encantadora cotidianeidad obrera. Aquellos trabajadores saliendo tiznados y sucios de los socavones. Su encuentro fue ahora con la minería extractivista: la de tajos a cielo abierto, la de pueblos que surgen y se marchitan en una década, manejados a control remoto. Sus investigaciones en el tema del extractivismo minero son referencia obligada para académicos, pero sobre todo para defensores del medio ambiente y de las comunidades.

Juan Luis en su investigación mantuvo siempre dos exigencias. La primera, llevar a cabo una investigación de aplicación inmediata, para incidir en los actores sociales y en las políticas públicas. La segunda se desprende de la anterior: no caer ni en el maniqueísmo ni en el maximalismo. Lo mismo tomaba como interlocutores a académicos, que a funcionarios públicos, que al clero, que a jóvenes revolucionarios. Se trataba de hablar con quien hubiera que hacerlo para mostrarle la necesidad y el camino para nuevas prácticas que corrijan injusticias y despojos. Tenía tal confianza en su solidez y honestidad intelectual, tanta pasión por llevar a cabo una investigación que condujera a la transformación social, que nunca temió poner los resultados de su trabajo a disposición de cualquier persona que pudiera utilizarlo para el bien común.

Había en su labor una continua vigilancia epistemológica, como señala Bachelard, siempre acompañada por una gran preocupación ética, una eficaz convicción cristiana por servir a los despojados. Así lo señaló su hermano Jesús en el espléndido sermón de la misa de despedida. Él mismo, valeroso jesuita que ha estado en Centroamérica desde hace 40 años, incluyendo los años más terribles de guerra civil.

Esta pasión por situar su labor de científico-social, por comprometerla en el aquí y el ahora, hizo que Juan Luis sea uno de los grandes impulsores de la antropología del norte de México. Su libertad de espíritu, ajena a todo dogmatismo, se expresó en la crítica al predominio centralista-mesoamericanista de la antropología mexicana. Por eso se vino a Chihuahua y por eso fue invitado una y otra vez a Sonora, a Coahuila y a San Luis Potosí. Por eso nos invitó a un grupo de amigos y colegas a fundar en 1990 la Escuela de Antropología e Historia del Norte de México. Por eso luchó a brazo partido para dignificarla y convertirla en un espacio de generación y comunicación del conocimiento sobre la compleja realidad del norte mexicano.

Juan Luis nació en España pero su quehacer comprometido con México, con el norte, le ganó su ser norteño. Su decisión fue que en Chihuahua se queden sus cenizas. Pero se queda mucho más que eso. Se queda una gran obra de generación de conocimientos sobre estas tierras. Se queda una escuela de antropología, y eso no es sólo un plantel. Es, sobre todo, una manera de llevar a cabo la tarea del científico social, honesta, comprometida con su medio social, sobre todo con los más desfavorecidos.

Juan Luis Sariego descansa en paz, pero su ejemplo y sus desafíos no nos permitirán descansar por años.