l presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, anunció la reanudación de los bombardeos contra las Fuerzas Revolucionarias Armadas de Colombia (FARC), luego de los hechos ocurridos ayer en el departamento de Cauca, donde 10 militares resultaron muertos a manos de integrantes de esa organización insurgente. Mientras las autoridades de Bogotá condenaron el episodio como agresión y violación a la tregua unilateral que la guerrilla declaró desde el pasado 20 de diciembre, las FARC se refirieron a los hechos como una acción defensiva
y consecuencia de la incoherencia
de las autoridades al ordenar operativos contra una organización que está en tregua.
Más allá del trasfondo y las condiciones reales en que se produjeron las muertes referidas, es innegable que las agresiones violentas, provengan de la organización insurgente más vieja de América Latina o del gobierno colombiano, son factor indeseable y deplorable en la medida que afectan un proceso de paz de por sí arduo y que ha involucrado los esfuerzos de diversos actores nacionales e internacionales.
Las acciones del grupo guerrillero, por lo demás, aportan elementos de crítica a los sectores más reaccionarios del escenario político colombiano, encabezados por el ex presidente Álvaro Uribe, que desde hace años han clamado por la liquidación de las FARC por la vía militar y se han opuesto a todo proceso de negociación.
No obstante, como han señalado diversos actores de la clase política colombiana, y como reconoció ayer tácitamente el propio presidente Santos –quien afirmó que esta es precisamente la guerra que queremos terminar
–, el episodio referido no tendría por qué conllevar suspensión alguna de las negociaciones. Por el contrario, desde una perspectiva realista y a juzgar por la experiencia histórica de procesos similares en la región, la persistencia del clima de guerra es un elemento inherente a las negociaciones de paz en diversas situaciones de conflicto. Así ocurrió, por ejemplo, durante el proceso de paz que puso fin a la guerra civil en El Salvador, cuyos bandos tuvieron que superponerse a la persistencia de las tácticas contrainsurgentes y a la respuesta de las organizaciones guerrilleras, y al final lograron acordar el restablecimiento de un orden institucional que se mantiene hasta el día de hoy.
Lejos de ver en los hechos de ayer un golpe letal al proceso de paz en Colombia, cabe felicitarse por el hecho de que las partes hayan manifestado voluntad para continuarlo. Es de esperar que ambas sean capaces de comportarse con mesura, en lo sucesivo y de aportar gestos de buena voluntad; que el diálogo avance y fructifique en acuerdos y en la construcción de un nuevo orden político que permita a la nación sudamericana alcanzar lo antes posible la paz que su gente merece.