uien escucha los latidos de abajo acoge sus dolores, comparte sus risas y llantos; quien se esfuerza por entenderlos sin interpretarlos, por aceptarlos sin juzgarlos, puede ganarse un lugar en los corazones de abajo. Eduardo Galeano recorrió las más diversas geografías latinoamericanas en trenes, a lomo de mula y a pie, des- plazándose en los mismos medios que los abajos. No buscaba mimetizarse, sino algo mayor: sentir en su piel los sentires de otros y otras para hacerlos vivir en sus textos, para ayudarlos a salir del anonimato.
Eduardo fue un hombre sencillo, comprometido con la gente común, con los nadies, con los oprimidos. El suyo fue un compromiso con la gente de carne y hueso, con hombres y mujeres vivientes y sufrientes; mucho más profundo que la adhesión a ideologías que siempre pueden ser maleadas según los intereses del momento. Los dolores de abajo, nos enseñó, no pueden ser negociados ni representados, ni siquiera explicados por el mejor escritor. Lo mismo vale parar sus esperanzas.
Entre sus muchas enseñanzas, es necesario rescatar su puntilloso apego a la verdad. Pero esas verdades las encontraba lejos del mundanal ruido de los medios, en los ojos hambrientos de la niña india, en los pies tajeados de los campesinos, en la sonrisa cándida de las vendedoras, allí donde los ninguneados dicen sus verdades de todos los días, sin testigos.
Nunca tuvo la menor duda en apuntar hacia los responsables de la pobreza y el hambre. Como aquellas crónicas sobre la crisis de la industria uruguaya, cuando con apenas 20 años era el jefe de redacción del semanario Marcha, uno de los primeros y mayores exponentes de la prensa crítica y comprometida. En ellas denunciaba a los poderosos con nombres, apellidos y propiedades. Sin vueltas. Porque, como le gustaba decir, los medios emputecen las palabras
.
Pero fueron sus reportajes sobre las luchas y resistencias de los abajos los que dejaron huella temprana, indeleble. Como aquella que tituló: De la rebeldía en adelante
, en marzo de 1964, relatando la segunda marcha cañera
(trabajadores de la caña de azúcar). Su mirada se detenía en los más de 90 niños que la integraban, en doña Marculina Piñeiro, tan vieja que había olvidado su edad, por la que parecía sentir especial admiración. Querían ganarnos por hambre. Pero por hambre, qué íbamos a perder. Estamos acostumbrados, nosotros
, le dijo la mujer, madre y nieta de cañeros.
Su pluma daba forma a la vida cotidiana de los desheredados, pero no se conformaba con retratar su dolor. Se afanaba en pintar –de vivos colores– la dignidad de sus pasos, la rabia capaz de sobreponerse a la represión y las torturas. En primer lugar aparecían, siempre y en cada una de sus notas, la gente que encarnaba sufri-mientos y resistencias. Tal vez porque estaba obsesionado por la indiferencia de los más, a la que consideraba un estilo de vida
cuyo cascarón debíamos destruir, que para eso escribía sus artículos.
Entre los muchos homenajes que recibió en vida, tuvo el privilegio de que el maestro de la escuelita zapatista José Luis Solís López adoptara Galeano como seudónimo. Es muy probable que el maestro no se refe-renciara en el escritor. En todo caso, Eduardo y el zapatismo se conocieron y reconocieron enseguida. Como si toda la vida se hubieran estado esperando. No los convocó un programa ni una tabla de demandas, sino la ética de estar-siendo, abajo y a la izquierda.
Eduardo Galeano estuvo en La Realidad en agosto de 1996. Participó en una de las mesas del Encuentro Intercontinental por la Humanidad y contra el Neoliberalismo. Habló poco, fue claro y dijo mucho. En aquellos días, y en muchos más, sembró Galeanos, contagió Galeanos, que ahora caminan Galeanos enarbolando su digna y Galeana rabia. Los ninguneados de siempre lo llevan en sus corazones.