l Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Stanford, en California, organizó una conferencia sobre la perspectiva internacional de lo sucedido en Ayotzinapa. Buena parte de la charla se dedicó a la respuesta que las autoridades mexicanas han dado a las demandas por la violación a los derechos humanos que se han presentado en diversos foros internacionales.
Uno de los más interesantes temas fue el respeto a la soberanía que el gobierno mexicano ha invocado en el juicio de esos eventos. A la pregunta de cuáles debieran ser los límites de la soberanía cuando se trata de crímenes de lesa humanidad en los que un país está involucrado, se respondió que en el caso de México la soberanía es un concepto consagrado en la Constitución.
Aún está profundamente arraigado en la mayoría de los mexicanos debido a las diversas ocasiones en las que se ha violado la integridad de la nación, particularmente cuando ha sido invadido por potencias extranjeras. En todo caso, se dijo, la soberanía no debiera ser un asunto que se invoque para escapar del escrutinio de los tribunales internacionales en asuntos graves en los que, como el de Ayotzinapa, hay responsabilidad de uno o varios actores del gobierno. Sin embargo, quedó la duda de por qué se invoca la soberanía para juzgar acontecimientos como los de Ayotzinapa, pero no cuando se abren nuestras fronteras a intereses extranjeros.
Debido a que entre los asistentes había un buen número de estudiantes y profesores de derecho, los temas de orden jurídico se impusieron, y con ellos su peculiar forma de explicar un complejo asunto que evidentemente desborda el ámbito estrictamente legal. En ese sentido, se cuestionó la idea de que fue un crimen de Estado
. Una de las consecuencias de tal caracterización es que se escapa la posibilidad de responsabilizar a los culpables directos de ese abominable crimen y se pone en cuestión al Estado en su conjunto. Sin embargo, prevaleció el sentimiento de que en la cadena de esos hechos violentos tuvieron responsabilidad diversas instancias del propio Estado y, en última instancia, el jefe del Estado es quien debe responder por todas sus instituciones, estén involucradas o no.
Es evidente que el resbaloso concepto de la soberanía debe ser revisado a la luz del proceso de globalización, debido a que las líneas que separan a las naciones son cada vez más tenues. Pero el paulatino acotamiento de la soberanía tampoco debiera dar rienda suelta a la ambición de otras naciones para apoderarse de las riquezas naturales de un país, ante la complaciente mirada de sus gobiernos o, como en el caso de nuestro país, para satisfacer a quienes estarían de plácemes si fuera un estado más de la Unión Americana. La defensa de la soberanía debe hacerse en consideración de las condiciones históricas de cada nación, y por tanto la experiencia mexicana es un argumento suficientemente claro. Por supuesto, esa defensa no debiera ser pretexto para ocultar crímenes como el de Ayotzinapa.