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Migración

EU: trabajo por un día
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Centroamericanos cruzan territorio mexicano en su intento de llegar a Estados UnidosFoto Notimex
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Indocumentados toman un descanso antes de seguir su camino hacia el norteFoto Notimex
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Periódico La Jornada
Martes 24 de marzo de 2015, p. 21

Durante cientos de años la esquina de las calles de Vargas y Guadalupe, cerca del centro histórico de Santa Fe, Nuevo México, ha sido lugar de comercio laboral. Cada mañana docenas de hombres se reúnen allí, esperando que constructores o dueños de casas se presenten a ofrecer trabajo por unas horas al día. Los latinos llaman a esas tareas informales trabajo en la esquina. La esquina escogida en Santa Fe data de los días de gobierno colonial español; el principio del viejo camino real a la ciudad de México está cerca. En todo Estados Unidos se encuentran esquinas menos pintorescas. A menudo los trabajadores (jornaleros) se reúnen cerca de tiendas de artículos para la construcción y ferretería. La vista de esos hombres, que se quitan el frío chocando las botas de trabajo contra el suelo o sudan en el calor del verano, es para muchos estadunidenses el recordatorio más visible de que millones de migrantes indocumentados viven entre ellos.

Decenas de ordenanzas estatales y municipales se han adoptado en años recientes para evitar que los jornaleros pidan trabajo en pleno día. Activistas contra la inmigración han hecho plantones en demanda de que se apliquen las leyes de residencia. Cuando ciudades más liberales toleran el trabajo por día o designan sitios especiales para contratar a los jornaleros, suscitan comentarios de que crean imanes para inmigrantes indocumentados.

De hecho, el mercado del trabajo por día es más pequeño de lo que su alto perfil sugeriría. Un estudio realizado en 2006 por la Universidad de California en Los Ángeles, basado en una encuesta de costa a costa en cientos de sitios, concluyó que en un día determinado unas 118 mil personas buscaban trabajo informal. Una de cada cuatro contaba con residencia legal o pasaporte.

Los jornaleros se toman en serio la ley migratoria, pero como un riesgo de fondo, como un rayo que puede caer de un cielo amenazante. Día con día, la vista de un auto de la policía no es razón para entrar en pánico. Desde 1999 Santa Fe –pequeña ciudad de gobierno demócrata, rodeada por un estado más conservador– prohibió el uso de recursos municipales para detectar o detener personas sólo con fundamento en su estatus migratorio. Varias otras ciudades santuarios tienen reglas similares, entre ellas algunas gigantes como Nueva York, Los Ángeles y Chicago.

La vida en la gris economía de Santa Fe llama la atención porque cada quien se dedica a lo suyo. Varios jornaleros la llamaron pacífica. Si los inmigrantes no causan problemas, los agentes de migración y la policía los dejan en paz, comenta Alfredo Romero, guatemalteco de 29 años. Antes de la recesión y de un colapso local de la vivienda había trabajo todos los días, si uno quería, recuerda mientras cae una nevada ligera. Ahora los tiempos son más difíciles. La paga normal es de 10 a 12 dólares la hora, pero en la temperatura helada pueden pasar días sin trabajo.

Resulta crucial que, a diferencia de los vecinos Arizona o Texas, Nuevo México concede licencias de manejo a residentes indocumentados. La gobernadora republicana del estado, Susana Martinez, ha intentado varias veces revocar la ley respectiva, alegando que amenaza la seguridad pública, pero ha sido derrotada por los legisladores estatales demócratas.

La crisis financiera cerró la empresa constructora que durante 10 años dio empleo a Jaime Núñez, albañil mexicano. Núñez obtuvo residencia permanente durante una amnistía migratoria en 1986 (de Ronald Reagan, mi mejor amigo). Tener documentos legales hace más difícil conseguir trabajo, asegura; los empleadores saben que pueden tratar a los indocumentados como les da la gana.

Los jefes estadunidenses son más honestos que los paisanos latinos, desliza Epifanio López, quien salió de Chihuahua hace seis años. Comparte una casa con su esposa y otras dos parejas, por la que pagan 700 dólares al mes. Un compañero habla de sobrevivir al invierno como hormiguitas, de lo ahorrado en verano. El sitio a la intemperie no es confortable, concede Mara Taub, abogada comunitaria de cabello cano, pero es más seguro para los trabajadores, que pueden perderse de vista si cierto automóvil del gobierno llega a aparecer.

Fila ordenada

Casi mil 600 kilómetros al oeste, en el sur de California, Burbank adopta un enfoque diferente. La ciudad obligó a la cadena Home Depot a ceder una esquina de su estacionamiento para un centro de trabajadores capacitados operado por la agrupación Catholic Charities de Los Ángeles. Una cerca alta rodea las limpias instalaciones, en la que los jornaleros han plantado arbustos y buganvilias. El centro consta de una oficina, un baño e hileras de mesas metálicas de día de campo en el exterior. Se tuvo que desmantelar una capilla de la Virgen de Guadalupe luego de quejas anónimas.

Los hombres (casi siempre son hombres) deben llegar antes de las 6:10 de la mañana para participar en un sorteo diario por los trabajos. En un sábado soleado de verano un flujo constante de residentes se acerca en auto al carril donde se recoge a los trabajadores. Una mujer en un BMW quiere que le instalen un espejo. Un contratista de un edificio necesita ayuda para empapelar una pared. Todos deben tratar con un gerente, José Peres, un hombre bajo y corpulento, con el que se acuerda la paga antes de llamar al trabajador. Bajo pena de expulsión, nadie corre al encuentro de los autos. En un día típico llegan 30 jornaleros, y casi todos encuentran algún trabajo.

Jorge García, mexicano de 47 años, era empleado de mantenimiento de un hotel, pero el salario mínimo no le alcanzaba para subsistir. Algunas personas creen que no pagamos impuestos, pero la mayoría sí lo hacemos, dice. Él paga como evidencia de buena conducta para el caso de una futura amnistía migratoria. Las autoridades fiscales emiten un número de contribuyente individual (ITIN, por sus siglas en inglés) a los trabajadores sin estatus legal. Como muchos migrantes, Jorge envía dinero a casa, hasta 200 dólares por semana, para que sus dos hijas vayan a la universidad. Hace diez años que no las ve, excepto por Skype.

Dos centros similares cerraron en años recientes, enviando a los jornaleros a las esquinas, a causa de reportes de juegos de apuesta y peleas. A las ciudades que financiaban los centros les pareció que resultaban muy caros, refiere Margaret Pontius, de Catholic Charities, quien percibe un clima de no los quiero en mi patio trasero. “Los residentes se irritan porque esa ‘gente terrible’ está en su vecindario”, comenta. Pero el centro de Burbank florece porque se sabe que es ordenado. En un país donde millones viven en las sombras, tales dilemas abundan.

Economist Intelligence Unit

Traducción: Jorge Anaya

En asociación con Infoestratégica