Martes 17 de marzo de 2015, p. 5
(Publicado el 10 de noviembre de 1997) (Fragmento)
El chiste es que el pobre perdió un ojo. Nos dimos cuenta de casualidad porque no se quejaba. En esa época sólo se quejaba y de una manera absolutamente cinematográfica –con aullidos estremecedores–, cuando la alarma de algún coche se quedaba encendida. Una de las vecinas se dio cuenta, y compadecida, recolectó algo de dinero en el edificio y lo llevó al veterinario. El Sami se comportó como un héroe. No mordió a nadie, no se quejó, ni orinó el coche. Los vecinos, impresionados por su estoicismo nos cooperamos para el retazo con hueso y las medicinas. Gente a la que sólo conocíamos de vista se acercaban para preguntar por él. El Sami abría su único ojo y movía las orejas hacia adelante, mientras, a su alrededor, vecinos que antes se ignoraban estudiadamente, se informaban del estado de sus vidas. El Sami se convirtió en el cemento universal.
Hace poco, y tal vez era de esperarse, lo atropellaron. Un equipo de emergencia, compuesto por la señora de la librería, un señor a quien le digo el licenciado
porque no me sé su nombre, y yo, lo envolvimos en una colchoneta y lo llevamos al veterinario. Allá llegó otra copropietaria, a darle de besos en la nariz. Con el aliento que tiene. La veterinaria, contagiada por el espíritu de la reunión, llamaba al perro tocayo
, ya que ella se llama Samantha.
Antes de que entrara a cirugía, el licenciado y la señora de la librería le dieron una apresurada sesión de una especie de transmisión de buenas vibras llamada reiki. Los veterinarios no salían de su asombro. Yo tampoco.