n un discurso pronunciado en Nueva York, ayer, el jefe de la Agencia Central de Inteligencia de Estados Unidos (CIA), John Brenner, afirmó que las redes sociales y otras tecnologías de la información dificultan las acciones de combate a las organizaciones terroristas, como el Estado Islámico, pues son utilizadas para coordinar operaciones, atraer nuevos reclutas, difundir propaganda e inspirar a simpatizantes a través del mundo para que actúen en su nombre
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Estas declaraciones resultan tan desafortunadas como improcedentes en la medida en que exhiben una visión distorsionada y confusa del papel crucial que tiene la información libre en el mundo actual como factor para el funcionamiento de cualquier régimen que se diga democrático, y porque representan una amenaza velada al derecho a la información y libertad de expresión de las sociedades contemporáneas.
Dicha amenaza proviene, para colmo, de un poder abusivo y extralimitado que sistemáticamente se conduce a contrapelo del más elemental espíritu republicano en lo que respecta al manejo de la información. En una época en que la transparencia debiera ser la norma y no la excepción en el ejercicio gubernamental, Washington se ha caracterizado por mantener sus acciones y programas en la más profunda opacidad, sobre todo en los casos en que el desempeño de ese gobierno resulta lesivo para la población de su país y de otras naciones.
Por añadidura, la operación documentada de las estructuras de fisgoneo gubernamental operadas por Washington –como la propia CIA y la Agencia de Seguridad Nacional (NSA)– ha colocado a ese gobierno como violador consuetudinario del derecho a la privacidad, según el cual nadie debe ser objeto de injerencias arbitrarias o ilegales en su vida privada, salvo por excepción judicial o de seguridad nacional.
Las declaraciones de Brenner pasan por alto que el terrorismo es un fenómeno muy anterior al surgimiento de las redes sociales y al auge de las tecnologías de la información, y que las organizaciones extremistas de todo el planeta pueden valerse prácticamente de cualquier medio de comunicación –desde las tecnologías digitales hasta el lenguaje escrito y verbal– para operar.
El discurso oficial que equipara deliberadamente a las organizaciones delictivas con sus formas de comunicarse es indicativo de la visión paranoica de un poder político que emplea todos los recursos a su alcance para impedir que la información escape a sus mecanismos tradicionales de control. En el caso de Estados Unidos y de muchos otros países esos mecanismos incluyen a los medios de comunicación tradicionales, como lo puso en evidencia el triste papel de diarios, televisoras y estaciones de radio comerciales que se prestaron a dar por buenas las mentiras de Washington con motivo de la segunda guerra de Irak y fungieron como repetidores de una falaz fabricación gubernamental.
Frente a esos poderes fácticos y su capacidad de moldear la opinión pública, las redes sociales e Internet abren la posibilidad de contrastar las versiones oficiales con la realidad. Dicha posibilidad es lo que en última instancia explica los intentos sistemáticos de regímenes como el estadunidense de normar los contenidos que circulan por los llamados medios horizontales y que reflejan el tamaño del miedo a perder el control hegemónico de la información.