Editorial
Ver día anteriorMartes 10 de marzo de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Fracaso institucional y civilizatorio
L

a desastrosa situación de México en materia de derechos humanos se vio confirmada por el informe de Juan Méndez, relator especial de las Naciones Unidas sobre la tortura, en el que se señala que esta práctica y los malos tratos son generalizados en nuestro país, que tienen lugar en los momentos que siguen a la detención y antes de la puesta a disposición de la justicia y tienen por finalidad castigar o extraer confesiones o información a los detenidos. “Hay evidencia –abunda el informe– de la participación activa de las fuerzas policiales y ministeriales de casi todas las jurisdicciones y de las fuerzas armadas, pero también de tolerancia, indiferencia o complicidad por parte de algunos médicos, defensores públicos, fiscales y jueces”.

La observación de la ONU se suma a los señalamientos sobre este asunto de organizaciones humanitarias del país y del extranjero y por los informes que documentan la persistencia generalizada de otras violaciones regulares y graves a los derechos humanos. Vayan tres botones de muestra: en febrero pasado un comité temático de la ONU determinó que la desaparición forzada de personas es un fenómeno generalizado en nuestro país; a inicios de este mes, en el marco de la visita del presidente Enrique Peña Nieto a Londres, Amnistía Internacional entregó a la embajada de México en esa ciudad un documento en el que señala que la aplicación de la tortura en México está fuera de control y en los últimos 10 años, en el contexto de la estrategia oficial de seguridad, el número de casos de tortura en el país se ha sextuplicado; hace unos días, la Comisión Nacional de Derechos Humanos documentó en un informe al Senado de la República la prevalencia en prisiones para menores infractores de maltrato físico y sicológico y tratos crueles, inhumanos y degradantes.

Ciertamente, las denuncias y señalamientos por torturas y malos tratos acompañan, por regla general, la mayor parte de las operaciones de las corporaciones de seguridad, desde las capturas de delincuentes comunes hasta las detenciones de manifestantes, y minan la credibilidad de investigaciones como la realizada por la Procuraduría General de la República en torno a la criminal agresión de que fueron víctimas estudiantes normalistas en Iguala en septiembre de 2014.

Los propósitos de combatir y erradicar esta práctica se suceden sexenio tras sexenio; sin embargo, lejos de reducirse, la tortura se extiende y se convierte en una rutina atroz, tolerada o auspiciada desde los altos mandos institucionales de los tres niveles de gobierno, sea por la ausencia de metodologías de inteligencia y de procedimientos policiales científicos, o bien con el propósito de aterrorizar y escarmentar a delincuentes o a disidentes.

Ayer mismo, como se ha vuelto también rutinario, el gobierno federal, en voz del canciller José Antonio Meade y de Jorge Lomónaco, delegado mexicano ante organismos internacionales en Ginebra, dijo que lo expuesto por la relatoría de la ONU no corresponde a la realidad. El afán de negar lo evidente, tanto fuera como dentro de México, resulta tan preocupante como el fenómeno mismo, por cuanto no hay la menor perspectiva de solución para un problema si no se empieza por admitir su existencia.

Debe reconocerse, sin embargo, que la persistencia y la extensión de la tortura en México, así como la inveterada impunidad de que gozan los servidores públicos que la aplican, representan fracasos institucionales, éticos y civilizatorios que atañen a los tres niveles de gobierno, a los poderes ejecutivos y judiciales, a las instancias de procuración y a las corporaciones policiales y militares; que la justicia en el país no puede revestir credibilidad ni respeto si persiste ese procedimiento, y sin esos atributos no hay posibilidades razonables de enfrentar con éxito a las expresiones delictivas ni de contener –ya no se diga revertir– la imparable descomposición del poder público.