n la actividad política hay corruptos, pero la política no equivale a corrupción. La moral corrupta crece donde los valores cívicos, la dignidad y conciencia ética ceden su espacio a comportamientos individualistas, en la cual impera la ley del más fuerte. El capitalismo puede prescindir de la democracia, no así de la corrupción. Todos tenemos un precio, se apostilla. Ser honrado se adscribe a una raza de perdedores. Por el contrario, amasar fortuna mediante la corrupción suele ser motivo de admiración. Pragmáticos que saben explotar los vericuetos del sistema. Gente lista, dotada de una capacidad sin igual para los negocios. Si miramos España: Emilio Botín, del banco Santander; Isidoro Álvarez, creador de El Corte Inglés, y Amancio Ortega, de Zara; son venerados socialmente. Igual sucede con actores, futbolistas y gente de la farándula. Messi, Lola Flores, etcétera, a pesar de cometer delitos, la cárcel, se dirá, no es para ellos.
Defraudar a hacienda, apañar resultados deportivos, comprar exámenes, cometer perjurio, aceptar contratos ilegales, pagar facturas sin impuesto al valor agregado, son comportamientos justificados antropológicamente: el ser humano es de naturaleza corrupta, pasional, egoísta. Denunciar la corrupción y asumir una conducta digna no forma parte del homo sapiens, sapiens. Tal osadía se castiga con el desprecio y la incomprensión. La virtud ética se penaliza.
En un orden de representación democrática, los canales públicos de control político que tienen los ciudadanos para denunciar, imputar y juzgar la corrupción marcan la diferencia con los regímenes dictatoriales. También el rechazo social a tales comportamientos. Cuando se practica el oscurantismo y no hay condena social, la corrupción se reproduce y la democracia pierde enteros. Algo similar ocurre con la vara de medir los delitos asimilables a la corrupción, como el blanqueo de dinero, la evasión de capitales, el fraude fiscal, el financiamiento ilegal o el tráfico de influencias. Considerados de guante blanco y que no atentan contra la propiedad privada, son redimidos o indultados. Asesinos, violadores o asaltantes concitan el rechazo generalizado de la sociedad y se les aplica la pena de muerte o cadena perpetua.
En España, los comportamientos inherentes a prácticas corruptas, incluida la política, son imputables a una cultura antidemocrática proveniente del franquismo. Cuarenta años de fascismo dejan huella. No gustan los comportamientos democráticos. Ser demócrata trae problemas y genera conflictos. Además, hasta fecha reciente, España alardeaba de ser un territorio libre de corrupción institucional. Hoy la gente se escandaliza, genera malestar y provoca rechazo.
El mito de la transición democrática en España se presentó bajo el relato del consenso y el pacto. Conservadores, liberales, progresistas, reformistas, izquierda y socialdemocracia adujeron la necesidad de compromiso y responsabilidad para salir de la dictadura. La política, durante décadas maldecida por el franquismo, considerada una actividad deleznable, causa de la división entre los españoles, acabó siendo reivindicada como el espacio de articulación de sujetos e instituciones democráticas. Los partidos políticos fueron legalizados y sus militantes considerados personas con vocación de servicio público. Sin embargo, el proceso despolitizador del neoliberalismo arrasó con dicho relato. La política perdió su centralidad, los partidos perdieron su identidad programática y los políticos mutaron en gestores de la economía de mercado. Durante los gobiernos de Suárez, Calvo Sotelo, González, Aznar, Zapatero y Rajoy la corrupción institucional fue creciendo, mientras la clase política miraba para otro lado, descalificándose mutuamente, con el tópico de ¡corrupto! y ¡tú más! La actividad política se consideró como un mecanismo para hacer fortuna y gozar de las mieles del poder.
La corrupción, mientras duró la bonanza y el sistema se mantuvo en equilibrio, no preocupó a los españoles. Fue vista con indiferencia y, en algunos casos, con cierto asombro. El terrorismo llenaba la agenda. Con la crisis, a partir de 2008, el desempleo, la desigualdad, la pobreza y la pérdida de derechos fueron alterando la percepción de los españoles sobre su realidad inmediata. La mirada hacia los partidos políticos cambió de la noche a la mañana. De ser una solución a los problemas pasó a ser una causa de la crisis. La valoración de los políticos bajó hasta el suspenso y la desaprobación. El incumplimiento de sus programas, tasas de desempleo superiores a 25 por ciento de la población, más de un millón de familias sin ningún ingreso, 10 millones de pobres en peligro de exclusión social, tienen un duro impacto sobre una sociedad que se percibía como desarrollada, justa y equitativa. El hambre, los desahucios, la pérdida de derechos laborales y la privatización de la sanidad se transforman en los problemas fundamentales. En este contexto, los casos de corrupción política en el sector público cobran una dimensión especial. Mientras la población pasa hambre y sus sueldos se congelan, se destapan los excesos, el despilfarro y la corrupción de empresarios, banqueros y políticos. Estos últimos, a cambio de regalos, viajes, fiestas de cumpleaños, trajes, coches de lujo y sobresueldos en dinero negro, conceden licencias y amañan concursos de obras, vaciando las arcas públicas y llevándose sus dineros a la banca suiza y paraísos fiscales.
Así afloran, uno tras otro, los casos que inundan los medios de comunicación y que afectan por igual a los partidos e instituciones políticas, propagándose un discurso peligroso a fuer de falso. La corrupción es producto de un orden político caduco, adjetivado como el régimen del 78
, que incluye todos los partidos.
Así se trata de salvar la patria de los corruptos. Ni derechas ni izquierdas, ni ideologías ni clases sociales. Tal mensaje oculta el verdadero meollo de la corrupción, una cultura autoritaria y antidemocrática de larga data, presente en la esfera pública y privada. No entender su origen significa mantener otro discurso encubridor tan corrupto con el precedente.