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Ensayando la ceguera
C

reo que no nos quedamos ciegos, creo que estamos ciegos, ciegos que ven, ciegos que, viendo, no ven. Palabras de José Saramago respecto a su Ensayo sobre la ceguera. Palabras que nos sitúan como espectadores de una sociedad que se articula y se desarticula alrededor del mal blanco, que es como describen los personajes de la novela la anomalía que se ha apoderado de su cuerpo y de su mente, imposibilitándoles ver. Palabras, éstas, dichas –escribo de memoria– por la escritora Luisa Fernanda Castaño.

Nadie distingue a los otros, a los que los rodean, todos están envueltos en esa ceguera, ese mar de leche, luz enceguecedora que devasta las formas de vida establecidas.

Saramago implica a la sociedad toda –con excepción de una mujer–, debido a que –es mi lectura– en esta metáfora ve al poder ciego, pero ve ciega también a la sociedad que no puede ver lo que el poder hace con ella. La ceguera colectiva cubre con gruesos mantos los miles de horrores que la propia ceguera va creando y amontonando. Estos ciegos videntes luchan por sobrevivir en medio de sentimientos atroces, en un entorno donde las instituciones han dejado de funcionar; esta ceguera exhibe, ciega, las monstruosidades de que son capaces los hombres puestos en condiciones extremas: han dejado de reconocerse entre sí y se han vuelto, todos para todos, aterradoras amenazas.

Puesta esta visión literaria en la realidad mexicana muestra paralelos mil. Primero, como diría León García Soler que dijera Gorbachov, el pez empieza a corromperse por la cabeza; traduzcámoslo como las instituciones que rigen al Estado y los responsables de su funcionamiento.

La corrupción de la cabeza los ha dejado ciegos. Ciegos que miran, pero no ven: la intensa luz de los brutales hechos los ha enceguecido más aún, más respecto del momento en que se hicieron del poder. Ciegos paralizados. Ciegos para los que, desde el principio, casi todos los demás ya les eran invisibles.

Ciegos que ven, en los otros (el pueblo), tontos, ingenuos, iletrados como los propios ciegos del poder y, por tanto, manipulables. Los ciegos creen que los discursos pueden cambiar el modo en que los ciudadanos ven el mundo en que viven.

La Constitución decía que los hidrocarburos eran un bien de la nación, inalienable. La nación somos todos los mexicanos. Teníamos, todos, derechos sobre ese bien nacional. Es inaudito que un pequeño puñado de políticos coludidos, hayan utilizado el pacto social que estaba escrito en la Carta Magna, y en las propias leyes, para despojar de esos sus derechos a 120 millones de mexicanos. Es inconcebible. Pero la ceguera del poder no lo ve así, no ve. Cree firmemente que este vasto conjunto de ciudadanos está ciego totalmente, tanto que tiene una visión pueril sobre su propia casa y, por tanto, el poder debe trazar ciegamente una ruta que al final se convierta en algunos beneficios para esas criaturas supuestamente invidentes. La ruta: primero, queden despojados de sus derechos; segundo, ¡impídaseles opinar! Y hágase todo legalmente.

¿Quieren los ciudadanos discutir sobre los ingresos del Estado?; por supuesto. ¿Quieren ser despojados de sus derechos sobre un bien del que el constituyente del pacto social dijo que debía ser inalienable?; por supuesto que no. Los ciegos saben que eso piensan los ciudadanos, por eso mandan taparles la boca con una cinta adhesiva legal a toda prueba, contra su voluntad. ¿Qué es esto?

La inefable Suprema Corte de Justicia, al alimón con el jefe del Ejecutivo y con diputados y senadores han consumando ese despojo de derechos que tendrían que haber sido utilizados racionalmente (sobran ejemplos en el mundo) para beneficio de todos. De todos, pero más aún para quienes fueron despojados de todo, como lo atestiguó Humboldt hace más de dos siglos.

¿Es como lo hicieron que la Suprema entiende el pacto social?, ¿callándonos la boca a todos los ciudadanos? ¿Es esto un procedimiento democrático? No, ha sido un acto profundamente autoritario, con el que la llamada clase política y los poderes fácticos se embolsan los bienes de todos y los comparten generosamente con las súper millonarias empresas extranjeras. ¿Qué nombre hay que ponerle a este despojo?

¿Qué ha de hacer una ciudadanía, un pueblo que está mostrando cada vez más, que ve más y mejor, que no está ciega?

¿Acaso esta ciudadanía no está viendo crecientemente que el Estado no la está protegiendo como es su obligación elemental? ¿Estamos todos ciegos frente a ese hecho? Lo están los ciegos frente a ese hecho contundente y brutal.

¿Qué harán los ciegos con el hecho ampliamente generalizado en el mundo de que están siendo vistos y condenados? ¿Cómo puede ser que pueda leerse en nuestro diario, respecto a Guerrero, donde campea la violencia más atroz: ¡Faltan servicios periciales en la fiscalía guerrerense; carece de instalaciones, expertos y protocolos de actuación; esa escasez retrasa la identificación de restos hallados en fosas clandestinas!? ¿No es acaso inconcebible esa realidad? ¿Una del género underground más implacable y sanguinario?

Pero vuelvo a mi más indignado reclamo: será rápidamente creciente el número de ojos abiertos que no admitirán ser acallados por la fuerza de un esparadrapo leguleyo.