as detenciones de seis policías y cinco civiles realizadas ayer en Puebla, como pretendida acción del gobierno estatal para sancionar a los responsables del asesinato del menor José Luis Tehuatlie Tamayo, ocurrido el pasado 9 de julio, son en realidad un hecho que indica el nivel de precariedad y deterioro en que se encuentra la legalidad, la procuración de justicia y la observancia de los derechos humanos en esa entidad y en el país.
De acuerdo con testimonios recabados, las detenciones referidas se dieron con lujo de violencia y en forma arbitraria; los efectivos policiales que las realizaron, a bordo de vehículos sin logotipos, incurrieron en uso excesivo de la fuerza, amagaron a civiles inocentes con sus armas y sustrajeron a los detenidos de sus domicilios, en un modus operandi no muy distinto al de los levantones realizados por las bandas de la delincuencia organizada.
Resulta paradójico que estas acciones se dieron en cumplimiento
de una recomendación de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, cuyo desempeño en torno al caso del asesinato del menor José Luis Tehuatlie Tamayo dejó mucho que desear: si bien es cierto que ese organismo echó por tierra la versión del gobierno encabezado por Rafael Moreno Valle, en el sentido de que la muerte del menor fue ocasionada por un cohetón lanzado por manifestantes y no por disparos de la policía, también es verdad que la entidad a cargo de Raúl Plascencia Villanueva incurrió en el absurdo de responsabilizar por los hechos a la Secretaría de Seguridad Pública estatal sin señalar la cadena de mando existente entre esa dependencia y el mandatario poblano y la consecuente responsabilidad política de este último por el asesinato referido.
Con esos precedentes, las detenciones realizadas ayer en forma violenta y arbitraria, lejos de representar un acto de justicia, constituyen una simulación y un alarde mediático del gobierno poblano. La muerte de un menor a manos de la policía resulta un hecho inaceptable en cualquier estado de derecho. La pretensión gubernamental de distorsionar un hecho semejante para eludir su propia responsabilidad es una señal inequívoca de impudicia y mala fe. Pero que las primeras acciones judiciales en torno al asunto sean en sí mismas instancias de la ilegalidad da cuenta de una descomposición institucional de gran calado que, por desgracia, no es privativa del gobierno poblano: la misma descomposición se ha observado en gobiernos municipales y estatales de otras entidades de la República y a escala federal.
Cuando los gobiernos pretenden sancionar la ilegalidad y el abuso con acciones abusivas e ilegales, puede afirmarse que la noción misma de justicia está rota y que las medidas adoptadas en su nombre no son más que actos de relaciones públicas y control de daños, si no es que ejercicios dirigidos a encubrir y garantizar la impunidad de los responsables más encumbrados y poderosos, mediante el castigo a los eslabones más débiles de la línea de mando.