l presidente Enrique Peña Nieto difundió ayer un mensaje en el que calificó de indignantes, dolorosos e inaceptables
los hechos ocurridos hace 11 días en Iguala, Guerrero; lamentó la violencia contra estudiantes, y ofreció que su gobierno buscará localizar a los responsables para aplicar la ley e impedir que persista el más mínimo resquicio de impunidad
. Tras la alocución, el comisionado nacional de Seguridad, Monte Alejandro Rubido, anunció que la Gendarmería Nacional, apoyada por el Ejército, asumió las tareas de seguridad pública en ese municipio. Por su parte, el procurador General de la República, Jesús Murillo Karam, informó que la dependencia a su cargo ha asumido la investigación judicial de la masacre.
Las declaraciones y las acciones referidas constituyen una respuesta plausible, pero tardía, a los inauditos homicidios y desapariciones de normalistas de Ayotzinapa por efectivos policiales municipales auxiliados por pistoleros de la delincuencia organizada. Ha de constatarse que ante esta tragedia, tanto las autoridades estatales como federales han reaccionado en forma errática y equívoca: el gobernador guerrerense, Ángel Aguirre Rivero, dejó pasar cuatro días antes de pedir al Congreso estatal el desafuero del presidente municipal de Iguala, José Luis Abarca Velázquez, en tanto que el titular del Ejecutivo federal se limitaba, hasta hace unos días, a exhortar a las autoridades estatales a que se responsabilizaran de las investigaciones y de la procuración de justicia, y el secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, afirmaba que la masacre de Iguala era un asunto local
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Pero las actitudes omisas de los gobiernos federal y estatal vienen de mucho antes. Los vínculos de Abarca Velázquez con grupos de la delincuencia organizada y el hecho de que ésta prácticamente tenía a su servicio a la policía del municipio fueron objeto de múltiples denuncias desde el año pasado y, a lo que puede verse, ninguna institución superior consideró necesario investigar tales señalamientos. Por mencionar sólo un ejemplo, a fines de mayo del año pasado fueron secuestrados, torturados y asesinados en Iguala tres activistas sociales: Arturo Hernández Cardona, Félix Rafael Banderas Román y Ángel Román Ramírez; sus partidarios y la viuda del primero acusaron de inmediato a Abarca Velázquez de los homicidios, y varias voces locales, secundadas por la senadora Dolores Padierna, señalaron los nexos del ahora prófugo con grupos de narcotraficantes que operan en la región.
De manera inexplicable, la procuraduría estatal se negó a investigar de oficio los señalamientos, en tanto la General de la República se abstuvo de iniciar una averiguación previa por delincuencia organizada.
Hoy resulta imperativo y urgente corregir éstas y otras omisiones que han abonado el terreno para los asesinatos de estudiantes perpetrados entre el 26 y el 27 de septiembre, despejar sin lugar a dudas el destino de los alumnos desaparecidos, esclarecer los motivos de la masacre –los cuales siguen, hasta el momento, en el misterio–, identificar plenamente a los autores materiales e intelectuales, presentarlos ante los organismos jurisdiccionales correspondientes y restaurar la paz social en todos los municipios de la entidad.
Pero las autoridades federales y estatales tienen además la obligación de explicar por qué han sido renuentes y omisas en su condición de garantes constitucionales de la seguridad pública.