ucho más que otros temas, el educativo ha generado movimientos muy profundos, largos en duración y con múltiples implicaciones. Las repercusiones de la rebelión de maestros de 1979, por ejemplo, tres décadas más tarde todavía están presentes y, como se vio en 2013, muy lejos de haber perdido fuerza. Otro caso es el de los movimientos estudiantiles que desde 1986-1987 aparecen una y otra vez durante los 90 o permanecen como rescoldo, vigentes en escala pequeña. Suelen aparecer también inesperadamente, como el de 1996 en la ciudad de México en torno al examen único, la movilización estudiantil en la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) en 1998 y luego en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) en 1999-2000, y 14 años después, hoy, en el Instituto Politécnico Nacional (IPN). Y cada vez parecen ser más intensos y radicales. Hoy en el IPN, en tan sólo unos cuantos días, la conducción institucional ha quedado rebasada, la Secretaría de Educación Pública (SEP) no retoma el asunto, estudiantes de otras instituciones se involucran y es el mismo secretario de Gobernación quien debe dar la cara y, de hecho, asumir el diálogo. Es decir, que el ciclo que recorre cada movimiento parece acelerarse también notablemente.
Para los maestros, la educación es parte esencial de su identidad personal y colectiva, y cualquier alteración profunda que ésta sufra (como en 2013, cuando se les convierte en empleados de tercera) consecuentemente genera una respuesta y secuelas impredecibles. Para los estudiantes, la educación significa una garantía de futuro: tener una formación profesional en una institución de prestigio, a la que, además, sólo con grandes dificultades pudieron ingresar. Es además un tema que con la escasez de lugares se ha vuelto claramente clasista, porque los jóvenes que en su mayoría pueblan las instituciones públicas, generalmente no tienen ningún otro futuro disponible, salvo en los márgenes de la economía y de la sociedad. Esto hace que la protesta sea más explosiva, pues es una lucha constante por no ser excluidos, por no caer a una grieta que en México cada vez se abre y se profundiza más. De ahí, en ambos casos, la radicalidad.
La radicalidad, sin embargo, no es para asustarse porque si se analiza con detenimiento, en el fondo las demandas de un movimiento como el actual Politécnico, a pesar de que en la perspectiva de esa institución pueden aparecer como radicales, en realidad encajan perfectamente con el marco más amplio de la educación superior, creado a partir de 1968. En los 70 comienzan a aparecer nuevos modelos educativos auspiciados en gran parte por el Estado mexicano. La interdisciplina, la modificación del modelo pedagógico y el paso a la estructura departamental, así como los nuevos perfiles profesionales y las secuelas del 68, trajeron vientos de mayor participación y la organización inusitada de estudiantes y trabajadores universitarios (sindicalismo) en los 70. No sólo cambiaron la estructura de poder en la educación superior, sino que fueron aceptadas por el Estado e institucionalizadas en leyes generales y orgánicas de las instituciones. Este proceso de cambio se acelera en los años 90, con las luchas contra la evaluación y por la gratuidad y la participación estudiantil (congreso), que aunque no triunfan, logran poner en duda que estos atributos (exámenes de selección, cobros de colegiaturas, verticalidad) deban ser parte indispensable de las instituciones de educación superior. Y como curiosa prueba, desde la SEP misma comienzan a crearse universidades interculturales que son gratuitas y no tienen pruebas de ingreso. La resistencia reiterada de los años 90 contribuye a dejar paulatinamente a un lado la idea de que lo moderno es regresar a una institución vertical y gubernamental, rígida, como en los años 20 y 30 del siglo pasado. Gracias a esto, ahora la educación superior mexicana tiene rasgos orgánicos donde institucionalmente cabe y es perfectamente válida la autonomía, es decir, el gobierno real por estudiantes y profesores; el respeto a la participación estudiantil y académica en procesos de elección de directivos y cambios en programas y reglamentos; la concepción de la educación como un espacio público, libre de la injerencia del Estado y empresas, dedicado a los problemas nacionales y locales; la formación como construcción de profesionistas (no técnicos) que son también personas completas, críticas y participativas; la gratuidad; la eliminación de exámenes de selección, y la responsabilidad financiera del Estado frente a las necesidades de educación de los jóvenes. Todos estos son rasgos actuales de no pocas instituciones de educación superior y, dado el respaldo constitucional y legal que tienen, son la definición que el Estado ha construido poco a poco de cómo puede y debe ser la educación superior en México.
No cabe entonces el miedo a la radicalidad de los grandes movimientos estudiantiles como el actual. Simplemente exigen que también a ellos se les apliquen rasgos y prácticas que son normales desde hace años en otras instituciones. Rasgos que, además, contribuyen a la formación de ciudadanos y jóvenes concientes de la importancia de su participación y de la trascendencia de sus decisiones. Precisamente lo que necesita un país como éste, en permanente crisis de sentido.
*Rector de la UACM