ientos de miles de personas se sumaron ayer a la protesta realizada en Cataluña para exigir la realización de una consulta sobre la independencia de esa región autonómica.
Con independencia de si el número de participantes en el acto referido ascendió a casi 2 millones de personas, como afirmó el gobierno catalán de Artur Más, o a 470 mil, como dijeron las autoridades de Madrid, el hecho es indicativo de un insoslayable ánimo popular de los habitantes de esa región por pronunciarse, sea a favor o en contra de la independencia catalana.
Frente a esa circunstancia resulta inexplicable el empecinamiento de Madrid por impedir un ejercicio de expresión popular como el comentado. Es oportuno contrastar la actitud de La Moncloa con la que han mostrado los dirigentes del Reino Unido ante la convocatoria de un ejercicio similar en Escocia: el pasado miércoles, el primer ministro británico, David Cameron, en compañía de sus aliados liberales y del líder de la oposición laborista, viajó a Glasgow a implorar
a los independentistas escoceses que no atenten contra la familia de naciones que hemos logrado construir
, ante el innegable avance de la opción independentista en sondeos publicados en días recientes.
Pero ni siquiera en la perspectiva chantajista y anacrónica del palacio de Westminster se ha llegado a contemplar impedir la realización del referendo escocés.
Por lo demás, la postura centralista de Madrid permite ponderar la doble moral de ese gobierno, en tanto integrante de Europa occidental, ante otros procesos independentistas como los que se desencadenaron en la década antepasada en los Balcanes y que culminaron con la designación unilateral de un puñado de naciones como estados independientes, incluso en violación del principio internacional de no intervención.
Con ese precedente, la negativa española a la consulta catalana obedece a una idea de país más característica de los Reyes Católicos que del siglo XXI: mantener la unidad nacional a contrapelo del sentir de los distintos pueblos que habitan la península resulta contrario al espíritu democrático moderno y al derecho universal a la autodeterminación.
La pertenencia de una nación a un Estado no debe vulnerar el principio fundamental de que la soberanía reside en el pueblo, principio reconocido incluso en la propia constitución actual de España.
Es necesario y pertinente, por el bien de España, que el proceso de consulta popular no sea visto con el recelo centralista con que ha sido manejado hasta ahora por La Moncloa. A fin de cuentas, si la voluntad mayoritaria de los catalanes favorece la independencia, impedir ese escenario sólo alentaría la ingobernabilidad. Si, por el contrario, la mayor parte de los catalanes tienen una postura favorable a seguir perteneciendo a España, el gobierno de ese país podría salir fortalecido del referendo mencionado.