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l momento trágico que estamos viviendo plantea continuamente una pregunta angustiosa: ¿por qué la gente no ha reaccionado? Las movilizaciones de protesta han sido aisladas, inconsistentes y escasas. Parece reinar en el país un estado de apatía y desorientación, cuyas causas se han estado examinando.

Es útil preguntarnos por la pregunta. ¿Es verdad que la gente no ha reaccionado? ¿Está la mayoría presa de la confusión y desorientación que causan el discurso oficial y los medios? ¿Vive en el miedo? ¿Está paralizada por la miseria?

No hay duda del inmenso descontento de la mayor parte de la gente. Pero, ¿qué debería estar haciendo? La pregunta supone una hipótesis sobre cuál debería ser la reacción. ¿Protestar en la calle? ¿Que haya millones, decenas de millones, en marchas, bloqueos y plantones? ¿Aventar tomates y huevos podridos a funcionarios y candidatos en los actos públicos? ¿Gritarle al Presidente? ¿Que cundan movilizaciones masivas contra el gobierno y sus reformas ­estructurales?

¿Firmar? ¿Que no sean dos ni cuatro, sino 40 millones de firmas? Supongamos que se hace la consulta y se gana. Tras un par de años de parálisis, éste y el que sigue, habría un mandato moral, político y legal para modificar leyes. La nueva legislación debería considerar que mientras tanto se habrían producido hechos irreversibles o cuya reversión tendría un costo insoportable. ¿Es posible afirmar, seriamente, que por esta vía se remediará el actual desastre? ¿O que ese triunfo parcial preparará el camino para que se produzca al fin el recambio y que el nuevo equipo, en los tres poderes, salvará al país?

Quizás Porfirio Díaz no tuvo razón, ni hace cien años ni ahora. El pueblo mexicano no está preparado para la democracia, al menos para lo que aún recibe ese digno nombre. Carece hasta ahora de la principal de las instituciones democráticas, sin la cual no puede existir ese régimen: la creencia de la mayoría de los ciudadanos de que pueden elegir libremente a sus representantes y de que esos representantes verdaderamente los representan. ¿Quién puede tragarse en México esa rueda de molino?

¿No será que la gente sabe, por larga experiencia, que no puede confiar en las clases políticas y las instituciones, como acaba de certificar una encuesta? No tenemos demandas, dijeron los de Occupy Wall Street, porque sabemos que los de arriba no pueden ni quieren atenderlas. ¿No será ésta la convicción general en México?

Hay algo más. Las dificultades que enfrenta la mayoría de la gente, esa que no reacciona, no pueden esperar. No pueden colgarse de la ilusión del gran milagro de arriba: que una gran protesta o una continuada movilización produzcan el cambio radical, o que una votación sorprendente sustituya a todos los de arriba y ponga en su lugar a políticos incorruptibles y competentes, una especie de personas de las que carecen, por cierto, todos los partidos. Mucho antes que todo eso se produjese habrían muerto de hambre, enfermedades curables y desesperación.

¿Debería la gente esperar las firmas y sus consecuencias para defender sus tierras y aguas? ¿Recurrir a una marcha ante la agresión continua a su supervivencia?

Si la gente ya probó todo eso, por décadas, y sabe por experiencia que no funciona, ¿cómo debería reaccionar? Es cierto que esa conciencia lleva a caer en apatía y desesperación. La sensación de impotencia lleva a mucha gente a firmar y votar para que al menos conste su rechazo o porque no ven de otra. Pero otros no se cruzan de brazos. Se organizan activamente para la lucha del día, la que se realiza en los ámbitos locales para proteger las tierras, las aguas, los medios de subsistencia, las maneras propias de ser y de pensar.

Y si de eso se trata, la gente, quizás la mayoría, está reaccionando. No todos han logrado ya el nivel de organización que se requiere. Pocos tienen la fuerza y entereza que han estado demostrando los pueblos indios. Pero hay en todo el país miles de luchas que involucran a muchos millones de personas en la resistencia. En general, las reformas estructurales y sus acompañantes no están en su reflexión o su discurso. No hace falta. Saben como nadie lo que está en juego. Saben por qué y para qué se lucha. No sólo logran resultados. Empiezan a crear el mundo nuevo.

Es cierto que hace falta articular todos esos puntos de resistencia y que sólo entonces podrá detenerse el horror actual y empezar la reconstrucción a escala suficiente. Pero esa articulación no saldrá del aire, de un dirigente iluminado o una plataforma genial. Saldrá de la lucha misma. De la organización. De la dignidad. Escuchemos. Está en camino. Ahí viene.