n poco más de dos semanas, la evangélica devota y militante ambientalista radical Marina Silva, nombrada oficialmente candidata del PSB (Partido Socialista Brasileño) a la presidencia de Brasil, irrumpe en el escenario electoral como un fenómeno capaz de dejar atónitos a todos los analistas. Y lo hace con tanta intensidad, que –a juzgar por las encuestas de los últimos días– podrá inclusive amenazar, de manera contundente, las intenciones de Dilma Rousseff, del PT, de logar otro mandato presidencial.
De momento, acorde a las encuestas y sondeos electorales, Marina Silva logró lo que Dilma hasta ahora no había logrado hacer; que las pretensiones de Aécio Neves –del mismo partido que el ex presidente Fernando Henrique Cardoso– quedasen como un helado en una vereda bajo el sol. La estampida de Marina Silva en los sondeos derritió las posibilidades de Neves y es casi seguro que, por primera vez en 20 años, una disputa presidencial en Brasil no repita la polarización de Cardoso y el PT.
Ese vuelco inesperado –y determinante– en el escenario electoral brasileño, se debe a una tragedia, la muerte, en un accidente aéreo, del entonces candidato del PSB, Eduardo Campos. Marina, su candidata a vicepresidente, lo reemplazó, luego de días de intensa disputa interna. Y en poco más de dos semanas logró no sólo remontar todos los niveles de intención de votos que Campos había logrado en las encuestas electorales (las últimas de su vida lo dejaban con 8 por ciento de preferencia), sino alcanzar, el pasado viernes, a Dilma Rousseff (34 a 34 por ciento de intención de voto de los encuestados). Y más: en todas las proyecciones para la segunda vuelta, Marina saca una ventaja de por lo menos ocho puntos sobre la actual presidente.
De momento, todos parecen atónitos, tanto los que giran alrededor de ese inesperado eje llamado Marina como los estrategas de los que, hasta ahora, eran los dos principales adversarios: Dilma Rousseff y Aécio Neves. Había plena conciencia de que la entrada de Marina Silva en la disputa significaría problemas para los dos, especialmente para Neves. Pero nadie parecía preparado para el tamaño del impacto que la nueva candidatura podría provocar.
Cualquier análisis, tanto de la candidata como de su programa de gobierno, formalmente presentado el pasado viernes, deja en evidencia que se trata de un amontonado de contradicciones cuya consistencia es semejante a la de la yema de un huevo estrellado. Su programa es conservador en la economía y progresista en el campo social, pero cualquier analista que intente hacer que sus promesas en el campo social cuadren con sus compromisos en la línea neoliberal de la economía, llegará a la conclusión de que aun creciendo a niveles chinos desde el primer minuto de su primer día de gobierno, Brasil no tendrá cómo cumplir lo que ella promete. Y no hay que ser economista ni nada –basta con saber leer y tener alguna memoria– para ver que la velocidad con que Marina Silva cambió de opinión sobre temas que van del aborto al matrimonio entre personas del mismo sexo, pasando por la cuestión de la legalización de las drogas, hace con que su discurso parezca, por lo menos, sospechoso.
Nada de eso, sin embargo, parece –en este momento– importante para el grueso del electorado brasileño. Esa figurita frágil, siempre envuelta en paños sobrios, reiterando hasta el hartazgo sus orígenes humildes (trata de presentarse como un Lula en faldas) y distribuyendo discursos que a pesar de incomprensibles suenan a algo promisorio, se tornó una amenaza real. Propone una nueva política
, para suplantar a la vieja política
, la que está ahí, sobre el terreno, y de la cual los brasileños, con mucha razón, están hartos.
Lo que sorprende es que nadie parece recordar que la misma trayectoria de Marina es un amontonado de contradicciones. De origen extremamente humilde, surgió de la izquierda católica, fue militante del PT de Lula desde sus orígenes. De católica extrema, pasó a una de las sectas evangélicas que en Brasil se reproducen como hongos después de la lluvia. Y del PT pasó primero al PV (Partido Verde, bajo cuya sigla logró 19 por ciento de los votos en las presidenciales del 2010). Del PV pasó a intentar crear su propio partido, de nombre insólito (Red Sustentabilidad), y al no lograrlo se unió, de último minuto, al PSB.
No cuenta con ninguna alianza significativa que pueda darle respaldo parlamentario para gobernar; presenta un programa de gobierno que es como un caleidoscopio que no para de girar por un solo instante, y dispara promesas de futuro que ni siquiera en un viaje de ácido lisérgico serían viables.
Pero nada de eso parece importar. Lo que importa, para parcelas cada vez más visibles del electorado, es que Marina Silva, cuya consistencia política corresponde a su fragilidad física, concuerda con un fuerte y profundo deseo de cambio.
Desde el principio de la actual campaña presidencial, que hasta hace poco más de dos semanas oponía a Dilma Rousseff de un lado y a Aécio Neves de otro, surgía estridente, en todos los sondeos, un dato: 70 por ciento de los entrevistados querían cambios.
Dilma no supo convencer que con ella las cosas seguirían cambiando. Aécio no logró demostrar que no es más que un playboy provinciano, con un discurso que no merece ninguna confianza.
Ahora Marina surge con aires de santa milagrosa. Tiene la consistencia de un flan. Pero trae el discurso oportuno. Ese es el mayor peligro que planea sobre mi país.