Por la puerta grande, una sabrosa evocación del historiador Jesús Flores Olague
La Serranita inolvidable
n aquel mes de abril de l966, con un grupo de entusiastas estudiantes aficionados a la fiesta de los toros me trasladé, de Guadalajara a Zacatecas, con los avíos taurinos indispensables: unos capotes raídos, dos muletas multiparchadas y la cornamenta de un toro que había lidiado Santiago Marín El Viti en la plaza de toros El Progreso, misma que nos había regalado el estupendo banderillero Garnica y con la que todos aquellos aprendices, soñadores de faenas, la hacíamos de toro de la ilusión, para que pudieran entrenarse los que creíamos que iban a ser nuestros rivales en los ruedos.
Una especial alegría me envolvió el primer día que nos aparecimos, vestidos lo más parecido a los maletillas que dibujaba Pancho Flores en su historieta Chavalillo de la Revista Taurina, en la plaza de toros de San Pedro, bastante deteriorada, y a cuyo ruedo arribamos atravesando la vecindad que entonces albergaba todo un mundo de variados personajes. Ahí había visto mi primera corrida a los seis años, el 18 de enero de 1953, justo el día en que recibió tremenda cornada Chucho Ruiz.
Por ser días sin escuela, muchos niños estaban sin tareas en aquel nutrido vecindario y se prestaron a hacerla de toro para que ensayáramos como podíamos a nuestro muy libre entender: lances de capa, pares de banderillas, larguísimas faenas de muleta y hasta la vuelta al ruedo, luego de ser aprobados por los demás aspirantes inoculados ya con el mal de montera e inspirados por Manuel Capetillo, Joselito Huerta, Paco Camino, El Cordobés o por los jovencísimos y ya triunfantes Manolo Martínez y Raúl Contreras Finito.
Durante tres días, de lunes a miércoles, ensayamos sin desmayo de 10 de la mañana a dos de la tarde, cuando apretaba el deseo de comer, sin duda estimulado por los olores de los diferentes guisados que se preparaban en las cocinas de aquel conglomerado familiar tan diverso. Ese tercer día de arduo entrenamiento salimos bastante cansados, y al iniciar la bajada por el mercado del Laberinto se nos cruzó una dama robusta, sonriente, con un paliacate en la cabeza, a lo Morelos, quien cargaba dos canastas con los más diversos productos del mercado.
¿Ustedes son los toreros?
, nos preguntó mirando nuestros modestos utensilios taurinos. Sí, lo somos
, contestamos con cierto orgullo. Ella dejó sus canastas en el suelo y, haciendo más amable su sonrisa, nos fue saludando a todos mientras decía: Miren, llevo todo esto para invitarlos a comer. ¿Vendrán mañana? Los espero y los voy a enseñar a torear
. Nos miramos sorprendidos y ella soltó una risa franca y conquistadora: “No se me asusten, niños. Yo soy María Soledad Cobián, me nombran La Serranita”.
Al día siguiente, jueves inolvidable para mí, recibí la única lección taurina que tuve en la vida, impartida de la manera más amable y sabia por aquella intrépida mujer nacida en Juchitlán, Jalisco, que incursionó en los ruedos mexicanos, de Colombia y Venezuela entre los años de 1931 a 1972 y que llegó a dominar también el arte del rejoneo.
Todavía escucho sus consejos incansables: Camina suave hacia el pitón contrario; no adelantes tanto la muleta; más cerca las manos de la esclavina; el muñecazo al final del pase, ¡no se te olvide el muñecazo!; que te vuelen las telas hijo, déjalas que vuelen
. Y de pronto el toque franco sobre el hombro cuando alguno de nosotros hacía algo bien rematado. “Vas a quitar muchos moños si sigues así, que no se te olvide que te lo dijo La Serrana”. Y no, no lo he olvidado.
Como también tengo presente el sabor de aquel mole de olla que nos convidó la torera y que se me grabó más todavía en el paladar y en el recuerdo cuando la matadora juchitleca, que recibió el apoyo de todos sus vecinos para dar de comer por un día a los futuros toreros, nos confesó que había preparado el delicioso caldo al modo de su gran amiga de Tlalcosahua, doña Concha Olague, una de mis tías tan recordadas, cantadora bravía de las buenas y mujer de a caballo.
Una amena tarde pasamos en la vecindad, y cuando nos despedíamos, deseándole a la torera la mejor de las suertes para una incursión que haría por tierras coahuilenses, donde años atrás sufrió una grave cornada, alguien nos avisó que unos grandes camiones obstruían la entrada habitual a la San Pedro. Habían llegado los títeres de Rosete Aranda para dar una semana de sus muy gustadas funciones en la carpa que se instalaría en la arena.
Como no pudimos salir por el portón de las casas regresamos al ruedo, miramos de nuevo el acueducto, la estatua del general González Ortega y al ver que estaba abierta la puerta de cuadrillas, luego de llevar tan bien cimentados nuestros sueños, salimos como nunca más lo hicimos, con la más plena convicción del triunfo en nuestras almas. Y sí, todavía la contemplo abierta de par en par y con el eco de los aplausos de La Serrana y su séquito: ¡por la puerta grande!