n hombre de raza negra de 23 años fue asesinado a tiros ayer por poli-cías en los alrededores de Ferguson, Misuri, localidad estadunidense que desde el pasado 9 de agosto –cuando el joven Michael Brown, de 18 años, fue asesinado a balazos por un agente del orden– se ha visto cimbrada por violentas protestas contra la brutalidad y el racismo policiales. Las autoridades alegaron que el fallecido había robado algunos productos de un supermercado y amenazó con un cuchillo a los uniformados que pretendieron arrestarlo. La noticia provocó de inmediato el temor de un recrudecimiento de las confrontaciones entre manifestantes y fuerzas del orden, choques que han obligado al gobernador de Misuri, Jay Nixon, a desplegar a la Guardia Nacional por las calles de la localidad, situada a unas pocas millas al norte de la capital estatal, San Luis.
Lejos de actuar con transparencia, prudencia y sensibilidad, las autoridades locales se han empeñado en encubrir al presunto asesino de Brown y han tolerado la comisión de nuevos excesos policiales en la represión de las protestas. Ni manifestantes pacíficos ni periodistas ni simples transeúntes se han salvado de atropellos flagrantes y con ello se ha intensificado y extendido la protesta. En esa circunstancia, es por demás probable que el nuevo homicidio policial ocurrido ayer se constituya en un elemento adicional de indignación colectiva.
Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que la barbarie de las fuerzas del orden y su innegable orientación racista contra los habitantes negros es sólo el detonador coyuntural de un descontento social mucho más extendido y más profundamente cimentado: en Misuri, como en otros estados del país vecino, la gran mayoría de los empleos gubernamentales –incluidas las plazas de policía– son ocupados por blancos anglosajones, en tanto los negros y otras minorías raciales se encuentran condenados, la mayor parte, a ejercer los trabajos peor remunerados, cuando no al desempleo, a la marginalidad y a la delincuencia. Por lo demás, en Estados Unidos persiste, con base en estadísticas rigurosas, una línea racial que separa la riqueza de la pobreza, que determina la benevolencia o el máximo rigor en el funcionamiento de los tribunales y que, a medio siglo del asesinato de Martin Luther King y seis años después de la elección del primer presidente negro, mantiene una escisión social tan vergonzosa como persistente.
Aunque el país vecino abolió las leyes segregacionistas que prevalecían hasta pasada la mitad del siglo XX, estructuralmente Estados Unidos sigue siendo una sociedad racista y ello se refleja no sólo en la subrepresentación política e institucional de las minorías sino también en prácticas laborales, policiales y judiciales que discriminan a afroestadunidenses, latinoamericanos e integrantes de los pueblos originarios y que favorecen a los llamados WASP (blancos, anglosajones y protestantes). Tal tendencia pudo verse en forma nítida en el asesinato del joven negro Michael Brown, cometido por un policía blanco sobre quien hasta la fecha no se ha fincado cargo penal alguno, ni ha sido llevado ante un tribunal para que se pruebe su culpabilidad o su inocencia.
La situación, para colmo, parece haber rebasado por completo a Barack Obama, quien no da muestras de atreverse a encabezar una cruzada contra el racismo, como habría debido hacerlo desde su primer mandato y como lo esperaban de él sus votantes, negros o no. Como en tantos otros asuntos sociales, la actual jefatura de Estado se encamina a quedar registrada como un desencanto mayúsculo e histórico.