on la aprobación de la Ley de Presupuesto y Responsabilidad Hacendaria, por las comisiones de Presupuesto y Energía de la Cámara de Diputados, el grupo gobernante dio un paso más en el intento de convertir los pasivos de Petróleos Mexicanos (Pemex) y la Comisión Federal de Electricidad (CFE) en deuda pública, a cambio de modificaciones en sus contratos colectivos y regímenes de pensiones. La operación significaría un incremento súbito de los débitos públicos en 1.6 billones de pesos.
Más allá del disenso que dicha pretensión parece haber abierto entre los diputados del tricolor, resulta obligado ponderar las implicaciones de esa determinación para el erario y el conjunto de la población, de por sí afectados por la privatización de la industria energética y la consecuente pérdida de la principal fuente de ingresos del sector público.
Al respecto, es significativa la afirmación formulada ayer por el diputado priísta Marco Antonio Bernal, en el sentido de que con la conversión de pasivos de Pemex y CFE en deuda pública no se van a erogar recursos, no pagaremos ni un impuesto, ni va a haber más impuestos ni los mexicanos van a pagar nada
. El razonamiento es falaz, en la medida que asume que la única manera en que la reforma energética podría afectar a la población es mediante un incremento impositivo o mediante el establecimiento obligatorio de tarifas adicionales a los contribuyentes.
En cambio, esa argumentación omite que las modificaciones legales en curso –en particular, la absorción de los pasivos de Pemex y la CFE– trastocarán necesariamente las condiciones de vida de la población –de por sí precarias– y alterarán el desarrollo de los rubros que corresponden, por mandato constitucional, al Estado.
En efecto, cabe preguntarse de qué manera se hará frente a las necesidades del país en materia de salud, construcción y mantenimiento de hospitales, compra de medicamentos, remuneraciones al personal médico y atención de padecimientos clínicos, si al sector público se le desprovee de una de sus principales fuentes de financiamiento y si es obligado a subsanar un rescate como el mencionado.
Con la merma en los recursos obtenidos de la renta petrolera difícilmente se podrán ampliar los programas de construcción de infraestructura, fomento a las actividades productivas, generación de empleo, promoción del desarrollo económico, todo lo cual ahondará la marginalidad, el desempleo, la pobreza y la inseguridad. Otro tanto puede decirse del rezago educativo que arrastra el país, el cual es equívoca y malintencionadamente achacado a los docentes. En lo sucesivo, las autoridades contarán con menos recursos para la construcción de escuelas, la ampliación de las matrículas en las universidades públicas, el fomento a la investigación científica y tecnológica e incluso para operar eficientemente los programas de evaluación docente y escolar que preconiza la propia lógica tecnocrática. Por último, el objetivo de acabar con el hambre en el país –piedra angular de la política social de este gobierno– parece inalcanzable en un escenario donde las dependencias gubernamentales contarán con menos recursos para destinar a programas sociales.
La reforma energética, en suma, amenaza con convertirse en un lastre para la nación, que impedirá al país atender los enormes rezagos nacionales que arrastra y frenar el deterioro en las condiciones de vida de amplias franjas de la población. Por el bien del país, por la estabilidad institucional y por el futuro de los mexicanos, la reforma privatizadora del sector energético debe ser contenida y, si es posible, revertida.