levamos ya mucho tiempo inmersos en el torbellino de las reformas, pero el país, que en los temas cotidianos da la impresión de estarse desmoronando (véase el fruto podrido de La Gran Familia), no reacciona, como si la tormenta le estuviera cayendo a otros. Ni siquiera la azarosa felicidad de los políticos de la gran alianza energética victoriosa perturba la indiferencia, el pasmo, la actitud resbaladiza de quien se sabe envuelto en un juego que no es el suyo. Es este, quizá, un mecanismo para no verse arrastrados por las promesas anticipadamente incumplidas de los cruzados del mercado: la luz no bajará, la gasolina tampoco y los únicos nuevos ricos serán las hornadas de funcionarios y administradores convertidos en modernos businessmen. Pretender que la aprobación al vapor de muchas reformas es equivalente a diseñar una estrategia coherente e integral puede ser un desafío letal para un Estado que añora, bajo las formas democráticas, la centralización del poder.
La aprobación de las leyes secundarias, cuyo análisis requerirá de aquí en adelante cursos especializados, obligará al país a rehacer sus prioridades, instaurando una nueva finalidad del Estado en consonancia con el catecismo capitalista a ultranza con que ahora se justifican los intereses en juego. El afán reformista destilado por el Presidente, con la venia de los poderes fácticos, la derecha panista y las cohortes de la simulación adscritas al PRI, en conjunción con la debilidad arrogante de las izquierdas, impide darle viablidad a una alternativa apoyada por las mayorías, inaugurando peligrosamente una era de confusión y demagogia, de incertidumbre.
El desmantelamiento de los fundamentos constitucionales, que no su renovación, se ajusta al principio de realidad que los grupos de poder exigen para asegurarse una favorable correlación de fuerzas. Se ha cumplido así un viejo anhelo del más antiguo antiestatismo
que, en México, paradójicamente se expandió gracias a los negocios, muchos de ellos turbios, que los empresarios realizaron al amparo del gobierno, aprovechando los canales infinitos del contratismo y la corrupción, que luego fueron las coartadas para atacar a la empresa pública.
La degradación de empresas como la Comisión Federal de Electricidad (CFE) comenzó al día siguiente de la nacionalización de la industria eléctrica extranjeras que había dominado el mercado desde siempre, sin preocuparse nunca por darle un sentido social a su negocio. Cuando el Estado mexicaniza
las compañías extranjeras, la oposición de los sindicatos corruptos afiliados a la CTM surgió de inmediato como un freno al intento de reorientar el funcionamiento general de la CFE, obligada como estaba a realizar una profunda modernización del servicio eléctrico. Y ya desde entonces entre los funcionarios de alto nivel se manifestó la contradicción de quienes veían en la industria eléctrica la oportunidad de realizar un gran negocio
, favoreciendo con tarifas a los que pudieran pagarlas, y los que reconocieron en la existencia de la empresa nacional una palanca para integrar al país, multiplicando –luego de realizar las transformaciones tecnológicas imprescindibles– las oportunidades de progreso general. Ingenieros, técnicos, sindicalistas democráticos, tomaron en sus manos la tarea titánica de extender el servicio eléctrico y lo hicieron con humildad y patriotismo, sin aspaviento s y sin contaminarse con las jerarquías burocráticas que desangraban los ingresos de la empresa.
Entonces y ahora el tema era definir el papel del Estado, sin atarse a la visión burocrático-estatista ni a la disolvente perspectiva que se negaba a toda forma de cooperación social en aras de la libertad y la iniciativa privada, postura que en estos días acaba de obtener una de sus más sonadas victorias. Hombres como Rafael Galván y otros que lo acompañaron, al igual que generaciones de jóvenes ingenieros formados en nuestros centros de enseñanza superior, hicieron posible que México fuera un poco más soberano y menos injusto. Ellos fueron los derrotados en esta pugna por la riqueza nacional. Hoy su legado se tira por la borda, como si en el pasado todo fuera basura despreciable, pero es urgente volver a su rescate. Nada será como antes ni conviene creer que la vuelta al pasado es una buena opción, pero es evidente que la desigualdad, a la que se enfrentó con acierto, digamos, la política de electrificación rural, que hoy sería inimaginable, no tendrá forma de revertirse si México no define su presente y su futuro, si no discute qué hacer y se organiza para ello.
La irritación no es suficiente para mover a la sociedad. Hay que ganar la batalla de la cooperación y la solidaridad, crear un nuevo sentido de Estado fundado en principios democráticos que afirmen los valores de la igualdad y el respeto a la dignidad humana. Las izquierdas no ganarán la batalla sin prepararse para avanzar en un sendero mucho más accidentado y complejo, sin reconocer que su fuerza radica en la comprensión de la mayoría, pase o no por los partidos actuales.
Las reformas han soltado las alarmas y nadie sabe qué vendrá más adelante. No es una cuestión táctica, sino una elección de futuro.