l campo mexicano se le exigió entre 1940 y 1970 las tres contribuciones básicas de la agricultura al desarrollo: divisas, salario bajos y mano de obra barata. Cumplió con creces siendo un sostén crucial para el crecimiento económico de México. A fines de los sesentas el campo entró en una crisis de reproducción de la economía campesina y poco después de la misma producción de alimentos. En los setentas se intenta afrontar esa crisis a partir de un enfoque centrado en la expansión del intervencionismo estatal en el campo junto con el impulso a formas de asociación productiva entre los campesinos y entre éstos y los empresarios.
La crisis de la deuda y los mismos procesos de globalización y apertura comercial llevan en los noventas a un enfoque cuyo énfasis mayor y casi único estuvo centrado en el papel de los mercados. Abandonada la idea de políticas de desarrollo sectorial, las intervenciones al campo en la primera década de este siglo han estado orientadas en administrar la pobreza.
Dado estos avatares parece legítimo preguntarse ¿qué tipo de campo queremos? A juzgar por las políticas realmente implementadas se quería un campo que dejara de ser campo o dicho de otra forma un campo que en términos de producto interno bruto, de población económicamente activa y de población rural fuera marginal. Pero para ello se requería una economía que creciera generando más empleos formales en los sectores secundarios y terciarios y que los mercados funcionaran mejor sin intervenciones del Estado. En el caso de la alimentación que una parte sustancial de las necesidades internas se cubrieran con importaciones de alimentos que se suponían continuarían siendo baratas.
Como sabemos esa visión fue contradicha por la realidad, ni el crecimiento ni el empleo formal estuvo a la par de las predicciones de quienes consideraban que el mejor campo era un campo sin campesinos.
Por ello hemos regresado aunque de manera más retórica a pregonar un campo que produzca de manera sustentable alimentos suficientes en condiciones que genere empleo, ingreso y progreso a los habitantes rurales.
Pienso que el gran problema se encuentra en la ausencia de conjunto articulado de políticas públicas alineadas con las características esenciales del campo mexicano.
Cuatro me parece que son los rasgos centrales del campo mexicano.
México no es un país predominantemente agrícola sino sobre todo un país de una enorme riqueza de recursos naturales. Nuestra frontera agrícola abarca entre 22 a 26 millones de hectáreas de las cuales no más de 20 por ciento son tierras de riego y la inmensa mayoría tierra de temporal de calidad variable pero limitada. Frente a ello nuestros recursos forestales, biogenéticos y pesqueros nos hablan dramáticamente de un potencial productivo nunca asumido plenamente.
México es un país predominantemente de pequeña producción agrícola e industrial. Los modelos exitosos de pequeña producción se encuentran sobre todo en el sudeste asiático. El éxito se debe al alineamiento de las políticas públicas particularmente asistencia técnica y adiestramiento, investigación y desarrollo, crédito, infraestructura y subsidios, a la producción en pequeña escala rural en un lapso continuo de al menos 10 años.
México tiene una enorme diversidad de sistemas productivos rurales basados no en la especialización sino en la multiactividad y multifuncionalidad. Se requieren políticas diferenciadas y ancladas en lo local y lo regional.
Los subsidios públicos han estado casi siempre capturados por los grandes grupos de productores y comercializadores. La desigualdad social y económica se convierte rápidamente en desigualdad en el acceso a los mecanismos de definición de políticas públicas y de orientación de recursos presupuestales. De suerte que la concentración de recursos y activos también lleva a la captura de espacios de decisión política y de canalización de recursos.
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