lo largo del siglo XX, hay una estadística predecible que divide a la sociedad mexicana en dos partes siempre desiguales: 20 por ciento de la población concentra 65 por ciento de la riqueza y el 80 por ciento restante sobrevive con 35 por ciento de lo que queda de esa riqueza. Sin embargo, un reporte elaborado recientemente por McKinsey&Company (A tale of Two Mexicos) muestra que esta geografía es más compleja, severa y grave de lo que se puede imaginar.
Más que de dos partes
de una sociedad, se trata en la práctica de dos mundos
o de dos sociedades
imbricadas entre sí a través de un complejo archipiélago, en el que aquello que las separa es precisamente lo que las une. En los 20 años en que el Tratado de Libre Comercio de América del Norte ha estado vigente, el país muestra una paradoja: de un lado se ha convertido en un indudable centro de atracción de inversionistas, compañías multinacionales e iniciativas globales de todo tipo –hoy México se vende
en el mercado mundial como líder
en la industria de la manufactura–; del otro lado, las cifras de su crecimiento se han mantenido en un nivel desalentadror, según el reporte de MacKinsey.
En las dos décadas que nos separan de 1994, el promedio anual de crecimiento ha sido tan sólo 2.3 por ciento, muy atrás de países (como China, Rusia y Brasil) que México aventajaba en los años 80, y muy atrás también de su propio crecimiento demográfico. El término de desaliento
que emplea el reporte es más que amable. En rigor, se trata de un fracaso que caracteriza ya a toda una era de la historia reciente nacional. Cuando se escriba esa historia, el nombre de ese capítulo será el estancamiento
o la parálisis
o bien la decadencia
(del régimen político y social que se fraguó en los años 20).
Lo que impresiona en el reporte es la cartografía de la productividad en los dos Méxicos. En el primero, que concentra a las grandes empresas, la rama automotriz, la telefonía, el cemento, etcétera –y que emplea a 20 por ciento de los trabajadores– la productividad ha crecido desde 1999 a una ritmo de ¡6.8 por ciento! Es decir, algo parecido a los tigres asiáticos o más aún. En el segundo, constituido por cientos de miles de muy pequeñas empresas de menos de 10 empleados, y que da trabajo a 42 por ciento de todos los empleados, la productividad ha decrecido, ¡-6.5 por ciento! al año. Y existe una tercera franja de establecimientos de menos de 500 trabajadores cuya eficacia está estancada (productivamente crece uno por ciento al año).
Es decir, hay un país, el de 20 por ciento de los mexicanos, que concentra no sólo la riqueza, sino las opciones, las oportunidades, los ingresos, la educación, el bienestar, todo, absolutamente todo. Y está la otra sociedad, que aumenta en números absolutos cada año y decrece en oportunidades y condiciones de vida en general.
Lo que acaso omite el reporte es que las condiciones de escasez y desolación que dominan a ese México del 78 por ciento son las garantías de que la sociedad hiperproductiva de 20 por ciento pueda reproducirse regularmente.
La solución que ofrecen las actuales reformas estructurales para hacer frente a este abismo es muy sencilla: mantener el abismo. El 20 por ciento seguirá siendo el 20 por ciento, acaso el 21, o en el mejor de los casos 22 por ciento de la población. La razón es evidente: las reformas está orientadas a apuntalar la parte global del archipiélago mexicano y a desproteger aún más su parte local.
Vistas desde la perspectiva de quiénes definen hoy la orientación del Estado, al parecer todos los medios valen para este fin, incluidos los más antidemocráticos, los más policiales, los más severos. Desde que se inició la época de la alternancia
política en 2000, la manipulación –y sobre todo la criminalización– de los empeños sociales, la restricción de las libertades públicas y la completa soberanía de todas las policías –acaso la única soberanía que hoy existe– han sido las medidas adecuadas para mantener el status quo. Eso que hoy llamamos lo público se reduce, si se hace un examen cuidadoso, a lo que está vigilado.
No existen ya los lugares de paseo
ni los espacios de esparcimiento
. Sólo las zonas seguras
e inseguras
.
¿La tecnocracia se ha preparado para apuntalar el abismo como si fuera una fortaleza medieval? Al menos, el México profundo, el del 78 por ciento, simplemente no está en su registro. Es una suerte de zona fantasmal que provee trabajo barato, consumo fiduciario y demandas de sobrevivencia. Una suerte de sociedad invisible desde las islas hiperproductivas del archipiélago. La pregunta es si esa sociedad invisible, que se ha mantenido al margen de la política a lo largo de la época de la alternancia
, no está empezando a producir irrupciones a través de derrames y resistencias que se manifiestan precisamente como focos de inseguridad
. La metáfora es de por sí increíble aunque más que elocuente: la luz de la inseguridad. Falta toda una labor de deconstruir los síntomas de lo político en una sociedad que cree haberlo relegado a al ejercicio de un espectáculo depresivo.