a aprobación en lo general de los dictámenes de leyes secundarias en materia de reforma energética, que se llevó a cabo ayer en forma precipitada y atrabiliaria por las comisiones de Energía y Estudios Legislativos de la Comisión Permanente del Congreso de la Unión, coloca en el futuro inmediato del país perspectivas ominosas y preocupantes y obliga al mismo tiempo a revisar las lamentables circunstancias en que se han venido implantando las modificaciones constitucionales y legales referidas.
Por principio de cuentas, el texto de las leyes secundarias desmiente de manera indudable la masiva e insistente propaganda oficial que precedió a las reformas, según la cual, entre otras falacias, no habría privatización de la industria energética y las nuevas reglas llevarían a una reducción en los precios del gas, la electricidad y las gasolinas. Ahora puede verse claramente que el propósito real de los cambios era desmantelar la propiedad nacional sobre hidrocarburos y electricidad y que ello no habría de traducirse en beneficio alguno para la población, de no ser por un incierto e incluso fantasmagórico impulso al crecimiento
que, hasta la fecha, nadie ha explicado cómo se producirá.
Otro dato que debe resaltarse del proceso reformador es la abulia social que le sirvió de telón de fondo. A diferencia de lo ocurrido en 2008, cuando el régimen calderonista pretendió operar una privatización energética que a la postre ha resultado menos ambiciosa y radical que la peñista, en esta ocasión no hubo una protesta social masiva que suavizara al menos los aspectos más dañinos de las reformas.
Todo ello, a pesar de que, salvo en el discurso gubernamental y empresarial, resultan inocultables los impactos negativos que tendrán las nuevas reglas energéticas en lo social, lo económico, lo ambiental y lo institucional: las leyes secundarias en materia energética debilitan en forma significativa la certidumbre de la tenencia de la tierra, abren un margen al despojo de comunidades, ejidos y poblaciones por consorcios petroleros y eléctricos nacionales o trasnacionales y son, en esa medida, un augurio de conflictos y confrontaciones. El desempeño económico, lejos de verse beneficiado, puede experimentar nuevos quebrantos debido a la destrucción de procesos productivos y de entornos sociales que implican la implantación del nuevo modelo, y las nuevas reglas representan una nueva y grave reducción a los de por sí angostados márgenes en que el país había venido ejerciendo su soberanía nacional. Por añadidura, la laxitud de los controles aprobados para la explotación privada de yacimientos petrolíferos da pie a una justificada preocupación por la posible aplicación en nuestro país de técnicas extractivas que conllevan un impacto ambiental catastrófico, como el denominado fracking.
Para finalizar, la aprobación de leyes tan desventajosas deja ver una defección de la mayor parte de los legisladores federales –defección que empezó con la firma del llamado Pacto por México– de su compromiso de velar por los intereses nacionales. Por desgracia, todo indica que no va a pasar mucho tiempo antes de que el grueso de la población empiece a sufrir en carne propia las consecuencias de este extravío.