os avances militares de la organización fundamentalista sunita Estado Islámico de Irak y el Levante (Isil)en una vasta región del territorio iraquí, la manifiesta incapacidad del gobierno encabezado por Nuri Maliki para contener tal avance y la consiguiente exasperación de Washington –factótum y mentor del régimen de Bagdad– impulsan la reconfiguración de un nuevo escenario geoestratégico en Medio Oriente y el golfo Pérsico caracterizado por el declive de la influencia de Estados Unidos y por una cada vez más decisiva presencia rusa en lo político, lo económico y lo militar.
Para acentuar esta tendencia, mientras ayer llegaban a Bagdad aviones de guerra Su-25 enviados por Moscú al agónico gobierno de Maliki para tratar de contener la ofensiva del Isil –el cual proclamó un califato integrista en las extensas áreas que ha conquistado–, Irán reinició sus exportaciones de automóviles a Rusia –suspendidas en tanto los vehículos iraníes no fueron capaces de cumplir con la norma de emisiones Euro-4–, en lo que constituye un reforzamiento de los lazos comerciales y tecnológicos entre Moscú y Teherán.
Para poner las cosas en perspectiva, cabe recordar que en septiembre del año pasado el presidente ruso, Vladimir Putin, logró en forma inesperada propiciar un acuerdo en torno al arsenal químico en manos del gobierno de Siria, justo cuando la administración de Barack Obama se disponía a emprender acciones militares contra ese país árabe, con el pretexto de tales armas. Ese fue el punto de inflexión en un escenario regional hasta entonces caracterizado por la presencia casi omnímoda de Washington, ya fuera en forma directa o por medio de aliados y subordinados. De entonces en adelante, la influencia estadunidense en esa convulsionada zona se ha achicado en forma constante, en tanto la rusa ha ganado espacio diplomático, político y militar.
En el momento presente, ante los desastres causados por las intervenciones bélicas de Estados Unidos en Irak y Afganistán y la imposibilidad de lanzar nuevas agresiones contra Irán y Siria, como deseaban los barones de la industria militar y los mandos de el Pentágono, la Casa Blanca parece actuar en forma meramente reactiva y sin dirección precisa. Un ejemplo extremo de ese extravío fue el reciente coqueteo del secretario de Estado, John Kerry, hacia el gobierno de Irán –al que Washington ha considerado su peor enemigo regional durante décadas–, con el propósito de hacer un desesperado frente común contra el Isil.
La más reciente pifia fue la negativa de Obama a respaldar militarmente a las autoridades de Bagdad frente a la insurrección sunita, situación rápidamente aprovechada por el Kremlin para empezar a recuperar la influencia que perdió en Irak tras la caída del régimen de Saddam Hussein en 2003.
Por lo demás, Rusia ha sabido aprovechar la coyuntura para una recuperación de posiciones en otras áreas, como en la cuenca del Don y el Mar Negro, y con ese telón de fondo se anexionó Crimea. Pese a ello, conserva un papel fundamental en cualquier solución diplomática que pueda lograrse a la crisis ucrania.
En suma, cuando parecía que el poderío neocolonial estadunidense se consolidaba sin competencia visible en una extensa región del mundo –desde el Sahel hasta Asia central, pasando por el golfo Pérsico–, las conquistas de la era de Bush y de los primeros años de la administración de Obama se desmoronaron. En un periodo sorprendentemente breve Washington se ha quedado sin aliados confiables en la zona y ha empezado a cosechar los frutos de su larga siembra de intromisión, corrupción y violencia.