nte la pamba legislativa que viene recibiendo la soberanía del pueblo (de los pueblos) de México en una esfera donde los políticos no se diferencian entre sí y los partidos sólo se reparten cotos y atribuciones, uno se pregunta por la representatividad. ¿Acaso las élites política y empresarial nos representan? Atribuyéndose que sí, ellas nos están atracando y dan las últimas estocadas, las que pegan en la raíz. Diputados, senadores y gobierno ejecutivo nos rifan en la subasta global, allanan los estorbos legales y ofertan como ganga los recursos que haya. Ninguna consideración agraria, cultural, jurídica, arqueológica, ambiental, de derecho ancestral, de conquistas legítimas o de proyecto civilizatorio estará por encima de la opción de extraer el subsuelo, aplanar el suelo y quitarle color al cielo bajo la figura de Expropiación.
¿Con qué derecho esos políticos y sus patrocinadores ponen la extracción y la energía exportable por encima de la vida y el bienestar de los mexicanos que en estas tierras viven, han vivido y pretenden seguir viviendo? (La migración no alcanza para todos.)
¿Qué o quién en la élite representa
alguna colectividad de esos pueblos que las nuevas leyes dejan deliberadamente indefensos? En esta democracia
todo se hace por nuestro bien, rezan sus desdibujadas promesas. Haiga de ser como sea, cada tanto pasan el trámite electoral, agarran las palancas de la negociación y el control, se religen todo lo que pueden y nos aplican las recetas que le vengan a la gana su titiritero mayor bajo sus diversos disfraces: Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional, Unión Europea, Pentágono, Wall Street. Todos a su vez muñecos de hilo de las grandes corporaciones que disputan la ruleta. El Capital es al fin el gobierno del mundo. Los así llamados gobiernos –se reciben excepciones–, sus democracias y sistemas de partidos son simplemente empleados, subalternos, herramientas a escala local para enajenar nuestras entrañas. En México parecen hipnotizados. Sus discursos confusos se contradicen sin pena, se saben inverosímiles, no les importa. Y alucinan que lo suyo es carisma.
Treinta años de contrarreformas, desnacionalizaciones, privatizaciones, desincoporaciones y abusivos tratados comerciales no transcurrieron en vano. La carcoma se nos ha metido, reaccionar y resistir se ha vuelto doloroso, peligroso, duro (y no porque de por sí siempre lo sea).
A escala global se habla de una crisis
de la democracia y de la representación, especialmente en los Estados occidentales que se dicen garantes del estándar democrático y se ponen de árbitro cuando ciertas soberanías no les gustan (pueden ser paradójicamente las mejor representadas y legítimas), las atosigan y combaten. ¿Con qué cara se arrogan autoridad, sumidos como están en el lodo, arrastrando largas colas que pisarles y con sus granaderos en las calles?
Algo así notaba recientemente Perry Anderson en un espectacular ensayo sobre el desastre italiano
(The Italian Disaster
, London Review of Books, mayo 22, 2014). El pensador británico despliega una lectura de la democracia europea realmente existente y la revela como un auténtico naufragio de la legitimidad, la representatividad, la mera decencia de los gobiernos nacionales, sus parlamentos, organismos supranacionales y sistemas de partidos. De una toma general de esa crisis de representatividad sin transparencia que afecta a casi todos los países de la Unión Europea, sitiados por las corporaciones y secuestrados por políticos que traicionan a su electorado entre comedias de descaro y cara dura, Anderson hace zoom en su viejo conocido, el caso italiano, antes y después de las centro-izquierdas
y Berlusconi.
Ya en ninguna parte los socialistas se comportan como tales, sean laboristas, demócratas o pálidamente revolucionarios
. Ante la nula seriedad de los partidos florecen franquicias familiares (fascistas con frecuencia) o parodias y farsas explícitas que hasta ganan elecciones. ¿Qué marco sostiene lo nacional si la democracia electoral no importa, si es sólo una comedia mientras desvalijan las soberanías?
La democracia, si así puede seguirse llamando aquello de gobierno del pueblo
, tiene que ser otra cosa. Dado el tamaño del desafío, la gente tendría que gobernarse deveras, conservar su colectividad, el goce pleno de su territorio y de sus conocimientos, donde gobernar
sea servicio, un producto de la dignidad, y no negocio; nadie se representa mejor que la gente misma. Se irían a volar los apostadores de urnas que tienen secuestrada a la democracia.
Las prácticas de los Estados bajo el capitalismo salvaje estilo asiático, las teocracias militarizadas en los países islámicos y en Israel, la corrupción incontrolable en Europa, la hecatombe del sueño africano, el sostenido belicismo yanqui y los entreguismos sin fondo tipo México dejan poco espacio para creerles nada, menos que nada a todos esos falsos demócratas.