Camarena y sus estrellas
a desde entonces la gente comenzaba a irse de San Antonino. El señalamiento a la entrada con el número de sus habitantes se volvió cada vez menos exacto. Terminó por ser la simple constancia de que en otro tiempo habían vivido allí muchas más familias de las que tuvimos oportunidad de asistir por vez primera a un circo.
No creo que San Antonino –más que un rancho y menos que un pueblo– estuviera en la ruta de Camarena y sus Estrellas. La avería en el carromato donde viajaba Celedonio, el propietario del circo, lo obligó a detenerse a la altura de La Ciega, una mina abandonada a la que los niños teníamos prohibido acercarnos y por lo mismo nos resultaba mucho más atractiva que los columpios en El Pueblito, las huertas cercanas, el Paraje de los Frailes o el Río de Piedras.
También nuestros perros preferían el terreno vedado. El más hábil para colarse entre los tablones que sellaban la entrada a la mina era nuestra mascota consentida: Pinto. Sus dueños, los Perdomo, al irse de San Antonino lo dejaron encerrado en la cocina grande. (Oscura, ahumada, vacía.) Hasta allí nos orientaron sus aullidos hambrientos. Rescatarlo fue toda una aventura. A partir de entonces Pinto se convirtió en dueño de sí mismo. No aceptaba vivir bajo techo. Dormía en el Jardín de las Ollas, el atrio de la Soledad, a las puertas del único hospital o en el kiosco donde al amanecer peleaba con los tordos.
Cada mañana Pinto nos seguía hasta la escuela. A la salida nos esperaba con las orejas levantadas y meneando el rabo en señal de felicidad. Por las tardes, ya terminada la tarea, nos divertíamos toreándolo, subiéndonos a su lomo o enseñándolo a cachar pelotas. Con su habilidad y su gracia ganó nuestro cariño, despertó nuestro orgullo y se convirtió en una especie de miembro honorario de todas las familias. Eso explica que Pinto aparezca en las fotos que documentan nuestros momentos más solemnes y nuestras experiencias más notables, incluida la madrugada en que asistimos por vez primera a una función de circo.
II
Aunque disminuido en el número de sus habitantes, San Antonino conserva sus edificios emblemáticos, el Jardín de las Ollas, El Resbalón. Para contento de su dueño, Arcadio, sigue siendo el comercio mejor abastecido y el sitio donde aún nos reunimos para contarnos lo que nos platicaron los abuelos y lo que hemos vivido. Por ejemplo aquel viernes que apareció en la tienda don Celedonio. Iba en busca de un buen mecánico. ¡Lástima! Chepe, el único que había, acababa de irse a San Juan para asistir a la boda de su hermana.
Don Celedonio preguntó nervioso dónde más podría encontrar un mecánico. Lo necesitaba pero ya. Su gente y sus animales no podían quedarse estacionados y menos cuando tenían el compromiso de presentarse en la feria de León. La respuesta de Arcadio no tranquilizó al recién llegado: En Empalme trabaja Inocencio Lara. No creo que lo encuentre. Es viernes y de aquí al lunes nadie le verá ni el polvo
.
De pronto escuchamos un ruido muy fuerte que sacudió la tierra, nos hizo temblar y suponer otro desgajamiento en el Cerro Grande. Nuestras sospechas aumentaron cuando oímos de nuevo el estruendo. Salimos a la calle. Las ventanas se iluminaron, las puertas se abrieron, desde los quicios todo el mundo formulaba la misma pregunta: ¿Qué fue eso?
Don Celedonio se apresuró a contestar: “Es Héctor. Cuando hace calor se pone algo nervioso. Pero no se preocupen, es inofensivo y está en su jaula”.
Estábamos familiarizados con esa palabra –jaula– pero no con los sonidos que provenían de ella. Luis propuso que fuéramos a tocar la campana en señal de alarma. Don Celedonio lo contuvo: “Tranquilo. No pasa nada. Ya se los dije: es Héctor. Está rugiendo”. ¿Rugiendo?
, pregunté. Pues claro. Es un tigre. ¿Sabes lo que es un tigre?
Ofendida por la duda repetí algo de la definición que había visto en mi libro: Mamífero carnívoro. De pelaje amarillo anaranjado y piel rayada. Es el mayor de los felinos. Pesa más de 200 kilos
.
A nadie le impresionaron mis conocimientos y menos a don Celedonio, que no hacía más que dar vueltas y quejarse: “Desde que salimos de Huehuetoca presentí que las cosas iban a estar mal. Y no me equivoqué: Tico y Taco, los payasos, renunciaron. Mi carromato se ha descompuesto veinte veces. Cuando no se le calienta el motor se le rompe la banda o le falla la batería. Total, he pasado más tiempo estacionado que en carretera. Llevamos casi una semana de retraso. El domingo termina la feria de León. Si al menos pudiera llegar ese día para la clausura... Por favor, ayúdenme”.
La angustia de don Celedonio conmovió a Arcadio: A estas horas ya no va a encontrar a nadie que le componga su charchina. Si quiere le revisamos el motor, algo sabemos de eso, pero conste que no le prometo nada
. A manera de respuesta Celedonio dio rumbo a La Ciega. Todos lo seguimos, también los perros, con Pinto a la cabeza.
III
Conforme nos acercábamos a la mina se oían con más claridad rumores de animales y voces. El primero en salir al encuentro de don Celedonio fue Yuri, el cuidador de Héctor. Enseguida apareció Zaira, la encargada de Lalo, el chimpancé (simio antropoide originario de África Ecuatorial. Tiene brazos largos, cuerpo cubierto de pelo, menos la cara, y apto para el aprendizaje). El tercero en recibirnos fue Ladislao, el domador de Noble, el león (mamífero carnívoro, de unos dos metros de longitud, cuerpo robusto, pelaje ocráceo y cola larga que remata en un penacho de pelos).
Matías llegó corriendo y se presentó como el encargado de Kabal, el dromedario (camello con una sola joroba utilizado como medio de transporte y bestia de carga en los desiertos de África y Arabia). Lo siguió Anselmo, único capaz de entender las reacciones de Brunilda, la cebra (mamífero ungulado parecido al caballo, pelaje blanquecino con rayas blancas o negras). Ante aquellos animales fabulosos, jamás vistos, para mí se borró la fauna conocida, incluidos Pinto y la jauría que lideraba.
Arreglar el carromato tomó del viernes por la noche al amanecer del domingo. Don Celedonio al fin respiró tranquilo: podría llegar a la clausura de la feria. Para agradecernos la ayuda ordenó que se montara la carpa con el emblema de Camarena y sus Estrellas. Con la ayuda de Matías y Ladislao improvisó una pista. Sentados en las piedras vimos por vez primera una breve función de circo. Nuestras expresiones asombradas aparecen en la fotografía que tomó Zaira (y nos envió mucho tiempo después). El paseo de Kabal fue el broche de oro. Al terminar el número, entre todos desmontamos la carpa. Los animales, en sus jaulas rodantes, emprendieron el viaje rumbo a León.
Escoltamos a la compañía hasta el entronque con la carretera. Allí nos despedimos. Don Celedonio prometió volver a San Antonino para darnos una función de circo en toda forma. Hasta la fecha no ha cumplido el compromiso pero seguimos agradeciendo su aparición en San Antonino: de no haber sido por eso jamás habríamos visto animales portentosos llegados de otros mundos. Tigre. Chimpancé. León. Dromedario. Cebra. Junto a ellos escribo el nombre de Pinto. También único, también de otro mundo.