Édgar Dorantes y Nur Slim
nightingale sang in Berkeley Square es uno de esos inusuales jazz standards gestados en Inglaterra (aunque su compositor, Manning Sherwing, nacionalizado inglés, nació en Filadelfia). Pero bueno, ahora el punto es que tantas veces he escuchado cantar a ese ruiseñor en Berkeley Square, que me sorprende (y me emociona) que esta nueva versión se adhiera tan fuerte y tan de inmediato en mi sistema.
Habría que comentar a los chavales que recién se asoman al universo del jazz, que un estándar es una rola muy conocida por los jazzistas, a la que cualquiera
puede acceder para hacer una versión propia, y a través de la cual músicos que nunca se han visto pueden subir a un escenario y montar un jam. Al momento de estar rediseñando un estándar, el intérprete se convierte en compositor. Y esto, por supuesto, es algo diametralmente diferente a los famosos covers. Pero dejemos la ingenuidad de este arranque didáctico.
El nuevo disco de Édgar Dorantes, Remembranzas, abre con A nightingale sang in Berkeley Square y de inmediato quedas atrapado por la maestría de este joven pianista veracruzano, eterno poseedor de una energía emocional y de una técnica instrumental que te elevan y te aturden y te embelesan y te embriagan y te hacen sentir invariablemente bien, a todísima madre… no ha habido un solo instante en que, escuchando a Édgar Dorantes, no sientas que éste es uno de los mejores argumentos de la belleza.
Antes de que termine el ruiseñor, bajo la vista y veo que todas las piezas del disco, con excepción de Remembranzas, son standards. Escucho un suspiro –creo que es mío– y me arrellano para dejarme agasajar por el sonido, por los sonidos del trío, pues desde hace buen rato el maestro Dorantes se hace acompañar por los hermanos Coronel: el baterista Vladimir como un estupendo proveedor de plataformas y el contrabajista Emiliano como uno de los más grandes exponentes de la nueva generación… de hecho, reiteradamente las cuerdas de Emiliano toman la primera voz a través del álbum.
Y así vemos, escuchamos circular las sutilezas de Duke Ellington, la ortodoxia jazzística de Donald Kahn, el clasicismo de Victor Young, la pureza de Cole Porter. En If I were a bell, de Frank Loesser, Dorantes despliega poderío y virtuosismo más allá de cualquier parámetro.
Y todavía faltaba Remembranzas, intensísima composición de Dorantes que le escuchamos el año pasado en el Anfiteatro Simón Bolívar, durante el homenaje a Caltayud. Esta pieza no se cuece aparte, no desmerece un solo instante en medio de tanta grandeza acumulada a través de los años.
Sin vuelta de hoja, se trata de uno de los mejores discos de los últimos tiempos.
Continuaba abriendo espacios para explorar y disfrutar de las infinitas posibilidades de la canción; de Susana Rinaldi a John Cage, o de Tool a Madredeus y al eterno girar de las voces, cuando llegó a mis manos Azul celofán, una colección de 10 temas firmados por Nur Slim. Fue algo extraño.
¿Qué hubiésemos podido esperar de una guitarrista, cantante y compositora que se formó en la vena jazzística y que se dedica a hacer canciones… digamos contemporáneas, para cumplir con la obsesión periodística de buscarle etiquetas a todas las cosas.
Me quedaba claro que la originalidad se había extinguido con los dinosaurios, pero que en el bendito y obstinado juego de la recreación seguían (y seguirán) apareciendo voces con un lenguaje propio. Y ahí estaba Nur Slim, urdiendo nuevas formas de conjugar la belleza. Puse el disco, el tercero en su haber. Fue algo extraño.
La atractiva sencillez de los primeros trazos en la guitarra, una llovizna que se insinuaba apenas en los filos del encordado, me hace dejar quieta la copa de Santa Rita; la delicadeza me atrapa, me jala sin remedio… aunque casi de inmediato entra la voz y ésta me avienta de golpe, me estampa con su delgadez y su dulcificada aspereza.
Cierro las compuertas y regreso a mi cabernet, pero antes del primer instante, la arena, la voz y el cauteloso poder de Nur Slim las reabren de un golpe (o de seis); con tres compases me reintegran al paisaje y me muestran y me demuestran que el ancestral rechazo a la dulzura vocal es un prejuicio estúpido, troglodita. Además, lejos de caer en los excesos edulcorados de otros casos, Nur despliega su voz con enorme naturalidad, te atrapa con la delicada elegancia de sus acentos, con la arena fina y evasiva de sus fraseos. Así es su decir: poesía a flor de tierra. Y así transcurren uno a uno los surcos, mientras yo no acabo de hacerme a la idea de que el espacio de esta columna se agota sin remedio. Salud.