n los comicios europeos realizados en el curso de la semana pasada, los electores del viejo continente lanzaron un mensaje inequívoco a los partidos tradicionales y a la clase política en general: hartazgo ante modelos bipartidistas cuyos componentes se reclaman del liberalismo tradicional, la socialdemocracia o del conservadurismo democristiano, y que en ningún caso han dado respuesta a los problemas más acuciantes de las respectivas poblaciones, especialmente en los países de la cuenca mediterránea afectados por severas crisis económicas.
Parece lógico, en consecuencia, que en Francia importantes segmentos del electorado hayan colocado en el primer sitio a la ultraderecha, representada por el Frente Nacional; que en España el gobernante Partido Popular y el principal de la oposición, el Socialista Obrero Español, hayan perdido una importante cantidad de sufragios y de escaños en el Europarlamento –lo que provocó ya una crisis abierta en la segunda de esas formaciones y el anuncio de dimisión de su principal dirigente, Alfredo Pérez Rubalcaba– y que una formación de nuevo cuño, Podemos, se haya estrenado con la colocación de cinco representantes en el Parlamento Europeo; que los partidos regionalistas y separatistas hayan aumentado en casi todos los casos su caudal de votos, como ocurrió en Cataluña con Esquerra Republicana, y en Bélgica, con los independentistas flamencos. En Gran Bretaña tuvo lugar el hundimiento de los laboristas y del partido gobernante, el Conservador (Tories), en beneficio del Partido de la Independencia del Reino Unido (UKIP, por sus siglas en inglés), encabezado por el populista de derecha Nigel Farage, euroescéptico y xenófobo.
Ciertamente, esta inconformidad generalizada abre nuevas perspectivas para refrescar la vida institucional y la orientación económica neoliberal que agobia a buena parte de las naciones europeas; ese ha sido el caso de Podemos en España, formación que, sin decirlo en forma explícita, buscó hacerse con la representación de los indignados que recientemente se movilizaron en decenas de ciudades. Asimismo, la circunstancia es propicia para el reordenamiento nacional e internacional que las causas regionalistas han estado demandando desde hace años y que no puede sino beneficiar la convivencia de naciones distintas en el interior de la Unión Europea.
Por otra parte, la exasperación política tiene riesgos concretos: en un entorno en que la ciudadanía parece dispuesta a dar el beneficio de la duda a cualquier actor político que no forme parte de los habituales escenarios definidos desde la posguerra, es mucha la tajada que pueden obtener los aventureros de toda clase, las fórmulas demagógicas inviables y los fascismos disimulados con un delgado barniz democrático, como esos que culpan a los inmigrantes de todos los males que padece Europa.
Lo cierto es que la conducción de las políticas económicas y sociales demanda un viraje claro y definido hacia la sociedad y una toma de distancia respecto de los intereses corporativos y financieros que han ido copando las áreas de decisión en los organismos europeos y que han causado estragos en los países que han quedado sujetos a sus directrices. Asimismo, es clara la urgencia de una renovación de la política parlamentaria tradicional, la cual ha perdido representatividad y credibilidad debido, en buena medida, a su sometimiento a los intereses mencionados.