Ojos de muerto
Evocación de los memento mori
na de las cosas más feas de la muerte es que el afectado ya no puede hacer nada una vez que ésta le llega. Y cuando digo nada, es nada: ni el dibujo de un barquito ni una mesa de madera ni un informe al consejo de administración. Es más: ni siquiera podrá abrir o cerrar los párpados. Si falleces con las luces encendidas, así te quedas, a menos que alguien próximo te las apague o que tus deudos acudan a los servicios de un especialista en efectos especiales para cadáveres, de esos que pululan en las funerarias. Porque si se deja pasar unas horas aparece el rigor mortis y acomodar las facciones y las poses del difunto se vuelve más complicado.
El problema es sobre todo estético. Vivimos en una época en la que no nos gusta que los muertos se nos queden viendo, por mucho que anhelemos y extrañemos las interacciones que ya no podemos tener con ellos. De hecho, añoramos cualquier relación con la persona desaparecida, pero no tenemos la menor gana de hacer otro tanto con su cuerpo. Nos da la prisa de que éste se evapore lo más pronto posible, tal vez porque sabemos que, una vez fallecido, se convierte en la sede de otra clase de vida: una vida maligna que se expresa en transformaciones atroces y malolientes. Por eso se les envía lo más lejos posible de casa, se les tapa y oculta o, cuando menos, se les disimula bajo una espesa capa de maquillaje; se les inyecta algún desodorante de alto poder y se les coloca en posición aparentemente plácida mediante alambres y tornillos de los que no queremos ni enterarnos.
La expresión de éxtasis de Jesucristo en la cruz. La agonía furtiva del Bautista, puesta en una charola. Los armenios martirizados por los turcos que miran desde la puerta de entrada al siglo XX. Los ojos aterrados de John F. Kennedy en la plancha forense, con la bóveda craneana abierta de par en par por el disparo dudoso de Lee Harry Oswald. El mirar empañado del Che Guevara, de quien se dice que murió con los ojos cerrados y que el viento se los abrió durante un posterior traslado en helicóptero. Y los cientos de cabezas de mexicanos, hombres y mujeres, que han salido en los medios en estos años y que ven hacia la cámara sin ningún interés. Nadie hace el intento de sostener una de esas miradas porque son mucho más penetrantes que la nuestra, aunque no miren nada en particular, y porque están blindadas por la superioridad abrumadora de la muerte.
* * *
Por mucho que la fotografía sea actualmente una tecnología de a 10 dólares y que documentamos en forma minuciosa cada segundo de nuestra existencia y compartimos las fotos en las redes sociales –el plato que nos comemos, el granito que nos salió en el mentón, una etiqueta que nos encontramos tirada–, no es frecuente tomar gráficas de un acontecimiento social que, pese a todo, sigue siendo tan importante, como el funeral, y menos del protagonista del festejo. Pero las cosas no siempre han sido de esta manera. Hace apenas un siglo era práctica común y extendida fotografiar a los difuntos, no con propósitos forenses, sino afectivos. La toma de composiciones llamadas memento mori constituía un elemento importante de los ritos fúnebres, y aunque la fotografía era cara, los parientes del muerto no escatimaban dinero para quedarse con un último recuerdo suyo. Por ahí debo tener todavía una foto de mi abuela, huérfana de siete años, sosteniendo en su regazo la cabeza de mi bisabuela fallecida.
El cadáver –hombre o mujer, niño, adulto o viejo– podía aparecer solo o acompañado de parientes y en tres modalidades básicas: asumiéndose muerto, haciéndose el dormido o haciéndose el vivo. Resignado a la languidez de la Estigia, disimulándola con la menos profunda del sueño u obligado a sobreponerse a ella, a dar de sí un último esfuerzo para quedarse de este lado, al menos en las soluciones argentinas de la placa fotográfica.
En uno y otro caso, los difuntos, en tanto que modelos, jugaban con ventaja sobre los vivientes, porque la tecnología de la época no daba para disparos de obturador muy rápidos que digamos y el retratado debía permanecer perfectamente inmóvil, cosa que a ellos se les da de manera natural. Bueno, no tanto: si se les filma a ritmo super lento (un cuadro por hora) y luego se pasa el resultado a alta velocidad, se les verá moverse en forma vertiginosa y horrible, como ocurre en la película Una zeta y dos ceros, de Peter Greenaway.
Fotografiar a un muerto muerto (por ejemplo: yacente en su lecho) era mucho más barato y fácil que hacerlo pasar por vivo. Pero los fotógrafos de la segunda mitad del siglo XIX y de las primeras décadas del XX eran tipos desprejuicidados y muy hábiles, y tenían toda una panoplia de trucos para operar, muchos años antes del Photoshop, el milagro de Lázaro. Por ejemplo, vestir al recién fallecido con sus mejores galas, colocar sus brazos en una posición planeada de antemano y mantenerlos así; esperar a que llegara el rigor mortis y luego ponerlo de pie y sostenerlo mediante un armazón fijado a su espalda. Si el despojo había quedado de párpados abiertos, tanto mejor; si no, podía optarse entre abrírselos cuidadosamente con una cuchara de té o déjarselos cerrados y pintarles encima unos ojos hermosos. El efecto era (y sigue siendo) muy impresionante, porque el difunto parecía vivo y sólo un examen cuidadoso de la foto podía delatar su verdadera condición: la rigidez y la tumefacción de las manos (como se aprecia en la chica que aparece de pie en la foto, que está difuntísima), la pose estirada y poco natural, la expresión ausente. Toda esta historia está abundantemente repetida en Internet y basta con que inquieran en un buscador por “fotografía post mortem” o “ memento mori” y verán que no miento.
El punto es que los tiempos han cambiado y hoy, en vez de acicalar y disponer a los cadáveres para una última convivencia de este lado, preferimos deshacernos de ellos lo más rápido posible. Si antes los profesionistas dominaban los trucos para abrirles los ojos, hoy nos empeñamos en cerrárselos, tal vez porque pensamos que no está bien que los muertos se queden con los párpados abiertos. Es mejor que su vista resentida no contemple el bullicio de la vida y no sea su lánguida mirada una puerta hacia el pozo de la nada.
Como he conocido dos o tres casos en los que alguien ha pasado tremendas dificultades para bajarle la cortina visual a un fallecido, expongo un método que puede parecer algo bárbaro e impío, pero que tiene una eficacia comprobable: si tienen por ahí un muerto mirón y díscolo que se niega a cerrar los ojos, tomen un tubito de Kola-Loka, pónganle una gota en el globo ocular, como si fuera colirio (hacerle eso a una persona viva sería una barbaridad, pero les aseguro que el difunto no se molestará ni sufrirá por ello), bajen el párpado, sosténgalo cerrado unos 30 o 40 segundos; repitan la operación en el otro ojo y, de ser necesario, limpien el sobrante con un cotonete empapado en acetona para que no parezca que el homenajeado tiene lagañas. Pero eso sí: hagan esto con precaución, porque no vaya a ser que el dedo se les quede pegado al párpado del muerto.
Ya de por sí solemos estar muy (a)pegados a los difuntos, y despegarse duele, y para qué queremos más.