l gobierno turco detuvo ayer a 24 sospechosos de negligencia por el accidente minero más desastroso en la historia de ese país, que el martes de la semana pasada dejó 301 muertos en una mina de carbón en Soma, en la provincia occidental de Manisa. De entonces a la fecha se han sucedido diversas protestas en varias ciudades turcas por la insensibilidad y la desidia gubernamentales, las pésimas condiciones de trabajo en que se desempeñan los obreros de la empresa –Soma Komur– y por la prepotencia y altanería del primer ministro, Recep Tayyip Erdogan, quien en el curso de una visita al lugar de los hechos se limitó a decir que el accidente era un suceso normal y luego agredió físicamente a un hombre que protestaba.
De esa manera el gobernante marcó personalmente la tónica de la respuesta de su gobierno a la irritación social: mediante palizas y arrestos masivos de manifestantes. No fue hasta ayer, con las detenciones referidas, que el régimen turco empezó a aplicar una estrategia de control de daños, demasiado poco y demasiado tarde, según observadores locales, para quienes el propio gobierno ha erosionado la credibilidad de sus acciones y la esperanza de justicia que pudieran haber albergado los familiares de los mineros fallecidos.
Dejando de lado las torpezas y el autoritarismo de Erdogan, un rápido repaso a la minería mundial permite constatar que la desprotección laboral, la explotación de menores en los socavones, la devastación ambiental y la voracidad de las empresas no son, por supuesto, exclusivas de Turquía. Los accidentes y los conflictos sociales relacionados con la explotación de yacimientos minerales son asunto cotidiano en Europa, Asia, África y América, y es raro que pase un mes sin que se informe de alguna tragedia en las extracciones, de la lucha de una comunidad por defender su territorio de la devastación minera o de un conflicto laboral importante en este sector.
Aunque es uno de los sectores económicos más antiguos, el extractivo sigue siendo hoy en día uno de los más rentables, pero también uno de los más despiadados en el trato a sus trabajadores. La minería provee al mundo de piedras preciosas, metales, materiales de construcción, energéticos y toda suerte de minerales, y ha hecho posible el surgimiento de enormes fortunas, muchas de las cuales se encuentran acaparadas por individuos o familias.
Al mismo tiempo, las condiciones de explotación imperantes en los yacimientos han generado luchas sociales históricas, como las de los mineros de la cuenca de Asturias, los trabajadores de los filones de estaño en Bolivia y de cobre en Chile, los buscadores de diamantes de Sudáfrica y otros países africanos, y los obreros de Cananea en México. Son tristemente célebres, por lo demás, los estragos ambientales causados por la ambición minera en regiones enteras, debido, entre otras cosas, a la devastación ecológica que producen los filones a cielo abierto o al uso de sustancias como arsénico y mercurio en los procesos de obtención de metales preciosos.
No hay contradicción ni paradoja entre esplendor económico y explotación, entre lujo y miseria, entre prosperidad y devastación: en realidad, son precisamente las condiciones depredadoras en que opera la minería las que hacen posible la alta rentabilidad del sector.
Lo cierto es que, hasta ahora, ni gobiernos ni organismos internacionales han sido capaces de obligar a las corporaciones extractivas a realizar su tarea en condiciones laborales y ambientales aceptables y decorosas. En cambio, es conocido el poder de cabildeo de esas empresas en parlamentos y gobiernos de todos los continentes.
Esta tarea es, sin embargo, impostergable. Es preciso impedir que ocurran nuevas muertes en los socavones por las ínfimas condiciones de seguridad, que nuevas regiones se sumen a los paisajes devastados que deja tras de sí la minería y que las corporaciones de este sector sigan destruyendo comunidades y alterando la vida de regiones enteras.