Ante la presunta pederastia clerical, descalificaciones y parálisis
sí como un delincuente difícilmente reconoce sus faltas, en los casos de abuso sexual, que lastiman más allá de lo físico al afectado directo y a sus familias, la búsqueda de justicia mediante una denuncia es excepcional, por el daño moral que puede adicionar someterse a esos procesos.
El presbítero Eduardo Córdoba Bautista, quien fue representante jurídico de la arquidiósesis de San Luis Potosí, se convirtió hace unas semanas en la imagen representativa local de un mal que aqueja a la Iglesia católica: la pederastia.
Inocente o culpable, las denuncias en su contra existen –con la comprensible protección del anonimato de las víctimas–, reforzadas por el reconocimiento, en un primer momento, del arzobispo potosino Carlos Cabrero Romero, quien admitió que atendió a grupos de papás
. Esas quejas por sí mismas son motivo de alarma.
Que el caso haya trascendido, con testimonios que describen un modus operandi muy particular y con las agravantes que estipula el Código Penal potosino, debieran convertir la alarma en una urgente investigación con resultados contundentes y públicos.
Por eso extraña que, ante la magnitud de los señalamientos y la aceptación de que el Vaticano ya intervino, el arzobispado potosino, por conducto de su vocería, descalificara ayer las denuncias al considerarlas difamatorias
y actos de acusar sin comprobar
, y que tratara de minimizarlas con un desafortunado hay instituciones peores
.
En tanto, las instancias de procuración de justicia parecen entumecidas, si quisieran pasar inadvertidas, para no involucrarse en tan delicado caso con tan influyentes protagonistas.
La pederastia clerical es un hecho real ante el cual –independientemente del debate en torno a Córdoba Bautista–, una actitud de encubrimiento desde la jerarquía católica combinada con la omisión de las autoridades civiles no es más que una señal de vía libre para los pederastas.