e todos los temas que podría rozar ahora que José de la Colina recibe el Premio Xavier Villaurrutia 2013, voy a referirme únicamente al recuerdo más antiguo que tengo de nuestra amistad. No se trata de señalar cuándo nos conocimos por primera vez, lo que, por otra parte, habrá sido en los primeros años 70; pero sí de la ocasión más vívida que guardo del momento en que nos re-conocimos, es decir, cuando yo me di cuenta de que él sabía quién era yo y, quizá, cuando él hizo patente que yo podía bien saber quién era él. Comoquiera que sea, esto necesariamente tuvo lugar a principios de 1986, y para mí marcó el tono de lo que habría de ser una relación permanente, por más que él y yo no nos encontremos sino apenas en ocasiones aisladas y circunstanciales, pero ya desde hace unos 40 años. Y puedo proponer una fecha para el incidente memorable que digo, porque lo que sucedió en aquel encuentro que destaco partió del hecho de que José de la Colina acababa de leer un libro mío de cartas que, precisa y casualmente, se publicó el Día del Cartero de 1985.
Una tarde cualquiera mi esposo y yo nos encontrábamos en una tienda de autoservicio en el pasillo dedicado a la ropa interior de caballeros. Habíamos ido en busca de un par de camisetas y dos de calcetines, y ante las repisas de camisetas tratábamos de averiguar cuáles eran las que tenían manga, porque él las quería con manga, y en los paquetes no se distinguía la diferencia entre éstas y las sin manga. Me preparaba a ir en busca del vendedor que nos orientara cuando detrás de nosotros oímos que alguien reía bajo y, dirigiéndose entre risas y por apodo a mi esposo, aunque a sus espaldas, le aseguró que él también las usaba con manga. Giramos media vuelta sobre nuestros talones y nos encontramos cara a cara con José de la Colina, que a su vez se hallaba ante los estantes de los calcetines. Después de darnos un abrazo, los dos varones empezaron a hacerse bromas y repasar de ese modo lo que fuera que estuviera sucediendo en el mundo, en el país, en la ciudad y, aunque más detenida y mucho más maliciosamente, asimismo en el mundo de los escritores. Hablaron de política, desde posiciones opuestas pero como gente de mundo, es decir, sin tomarse demasiado en serio; luego trataron de cine, de revistas, de colegas y, otra vez, de colegas. Yo pretendía entender apenas la mitad de lo que intercambiaban entre ellos, pues en aquel tiempo, joven, aunque cauta, por no escandalizar casi no me animaba a manifestar del todo mi dominio de los dobles y triples sentidos de las cosas. Así, yo los dejaba hacer, y ellos entablaron a gusto su duelo de ingenio y reían y reían. Yo sonreía, a la vez que me concentraba más bien en averiguar cuál paquete contenía la camiseta con mangas, y me preparaba a inspeccionar, con miradas agudas, aunque disimuladas, en cuál repisa estarían los calcetines de la talla, el color y la marca que mi esposo buscaba.
Después de un rato de este entretenimiento de los dos viejos amigos, José de la Colina se dirigió a mí como si todo el tiempo yo hubiera sido otro interlocutor activo de su plática y, para mi sorpresa, me hizo saber que había estado leyendo el libro mío de cartas que acababa de publicarse y que él, por tanto, quería recomendarme una obra a la que la mía lo había remitido, la cual, en todo caso, era de sus textos favoritos. Quería, en respuesta a su lectura del mío, obsequiarme dicho volumen. Pronunció el título que recogía esas páginas como el nombre del autor, y añadió que él me lo haría llegar al día siguiente. Se había hecho tarde y nos despedimos, sin que él hubiera comprado calcetines ni mi esposo camisetas, con o sin manga, y nosotros salimos de la tienda por nuestro lado y José de Colina por el suyo.
Recibí el libro prometido por De la Colina, que se trataba nada menos que de Maravilla del mundo, de Fray Luis de Granada, mismo que leí de asombro en asombro, y no sólo porque me estuviera yo enfrentando por primera vez a este clásico del siglo XVI, sino porque la descabellada ocurrencia de comparar semejante escrito con un libro mío publicado a finales del siglo XX había nacido, una tarde cualquiera, en un supermercado cualquiera, de la conversación más bien banal entre un par de sabios que se divertían frente a las repisas de camisetas para caballero y las de calcetines, que se ofrecían de par en par.