Doña Luisa Santiaga es recordada como una magnífica contadora de relatos
Gabito lo único que hace es repetir historias. No inventó nada
, decían en su familia
Martes 22 de abril de 2014, p. 10
Bogotá, 21 de abril.
Doña Luisa Santiaga Márquez Iguarán, mamá del Nobel de Literatura Gabriel García Márquez, gozó en vida de una fama bien ganada de contadora de historias, para muchos el germen en que anidó la vocación de su célebre hijo.
En Cartagena de Indias, la hermosa ciudad de la costa Caribe colombiana, aún la recuerdan sentada en su mecedora, en las horas muertas de la siesta, engarzando una historia tras otra, hilándolas puntada a puntada, como una Scherezada moderna, a partir de cualquier detalle o suceso de la realidad.
Así la rememora el abogado Alonso Cortina (hijo), quien mantuvo una estrecha amistad con uno de los hermanos menores de Gabo, Alfredo Ricardo (El Cuqui), con quien practicaba deportes en la adolescencia y a quien visitaba casi todos los mediodías en una de las varias casas que habitó la familia, la casa del pie de la Popa
, una dirección inequívoca en Cartagena.
Recuerdo cómo nos llamaba a menudo a su lado doña Luisa Santiaga
, narró Cortina a la periodista de Prensa Latina: “Vengan acá, muchachos, nos decía, y nos mantenía cautivos con sus historias armadas a impulsos de una imaginación sin tregua, con una capacidad de fabulación y unas dotes de narradora cálida y fascinante.
Las puertas de la casa siempre estaban abiertas a los transeúntes. Para entrar no hacía falta pedir permiso. Ella nos recibía con su gracia natural y una sonrisa que bastaba para seguir adelante
, abundó Cortina.
Aun sin estar, o quizás por esa misma razón paradójica, la presencia del Gabo es algo vivo, palpable en Cartagena de Indias, tanto como los lazos de complicidad con su madre.
De vuelta de algunos de los caminos del mundo, antes de llegar a su propia casa de Cartagena, la primera en la que entraba era en la de su madre, todavía con el polvo y el olor de otras tierras prendido en la ropa. También era la última en la que dejaba su sombra al irse de viaje.
Doña Luisa Santiaga respira desde la primera a la última página de Vivir para contarla, en la que Gabo pasa revista a su vida, siguiendo el consejo que oyó de la boca de su hermano El Cuqui, cuando este tenía apenas seis años. Lo primero que un escritor debe escribir son sus memorias, cuando todavía se acuerda de todo, dijo El Cuqui terciando en una conversación entre Gabo y su padre, con la sabiduría prematura de un adulto lúcido.
Doña Luisa respira en Cien años de soledad, El amor en los tiempos del cólera y en todos los libros de su hijo, muchas veces claramente visible, como sucede con Úrsula Iguarán en los senderos de Macondo.
Otras veces, metamorfoseada en esa corriente de energía indetenible y vigorizadora, la de las mujeres en la obra de Gabo. Una corriente que sostiene el mundo en sus manos y lo ilumina con un resplandor tibio.
García Márquez se ufanó toda su vida de la condición de narradora de su madre, en la cual reconoce la raíz de su escritura. Patricio García Caro, uno de los hijos dispersos del telegrafista de Aracataca, adoptado por Luisa Santiaga, rememora el alto valor afectivo que el escritor profesaba a ese privilegio.
Aludió a ello en el homenaje a la madre del Nobel de Literatura, en su natal Barrancas –un pueblo de linaje indígena del sur de La Guajira–, cuando se cumplió en 2006 el centenario de su nacimiento
Vale citar, al pie de la letra, la anécdota: “Gabito reconoció el virtuosismo literario de su oralidad (la de su progenitora) una mañana en que desayunábamos desprevenidamente en su casa de La Habana, en compañía de Margoth y Mercedes.
“Después de referirse al pasaje de Cien años de soledad en que el abuelo Nicolás Ricardo Márquez Mejías consultó a una pitonisa sobre el destino de los tres criados que había perdido, dijo: ¿se dan cuenta? Así como mi mamá cuenta las historias, las escribo yo”.
Ya en plena madurez, El Cuqui gustaba de repetir en broma: Con todo y su Nobel, Gabito lo único que hace es repetir las historias que cuenta mi mamá. Él no ha inventado nada
, testimonia Alonso Cortina.
Patricio García la recuerda como “una cultora esmerada de la palabra –que privilegió siempre sobre cualquier otra forma de comunicación–, y la convirtió en una extraordinaria conversadora, dotada de una estructura narrativa y de unos recursos semánticos que envidiaría cualquier autor después de haberle dedicado años al estudio comparativo de los estilos literarios”.
Al final, en los últimos años de su vida, doña Luisa Santiago se fue perdiendo en los laberintos de una desmemoria que aprendió habilidosamente a ocultar para que sus interlocutores no se percataran
. Iba hacia atrás, llegó el momento en que ya no nos reconocía
, señala su hijo Jaime.
Bien jodido debes estar, si ya no sabes quién eres tu mismo
, les respondía a sus hijos cuando le preguntaban si sabía con quién estaba hablando, en un intento de comprobar si los reconocía.
Gabo resumió ese proceso con una metáfora espléndida, teñida de tristeza. Mi mamá se iba yendo al pasado como una mancha de aceite que se va extendiendo
. Él ha perpetuado la memoria de ella en sus libros, donde sigue invicta, sin mengua, floreciendo.