os referíamos en una entrega anterior al cambio radical que se ha dado en la región histórica de la migración mexicana, los Altos de Jalisco, con respecto a la opción de ir a vivir o a trabajar al norte. Ha cambiado la percepción positiva sobre esta tradición milenaria; ha cambiado el balance de las ventajas comparativas, las presiones demográficas son menores y el mercado de trabajo local ofrece algunas oportunidades.
Además de los factores mencionados, es importante señalar un cambio radical en cuanto a los objetivos de la migración. Para muchos, la meta principal de ir a trabajar al norte era construir la casa en su lugar de origen. Es algo que se puede percibir en muchos pueblos de migrantes: la mayoría son casas de diseños modernos, atrevidos y contrastantes.
Después de años de mal vivir en Estados Unidos, con lógica espartana, ahorrando lo más posible para construir la casa, ahora resulta que ya no es funcional. La política migratoria forzó a los migrantes a quedarse de manera definitiva en el norte y se llevaron a sus familias, esposa e hijos. Nadie quiere volver.
Los que vuelven son los deportados y, en caso de que se deporte o se regrese toda la familia, la casa puede considerarse como una buena inversión, pero muchas veces sólo regresa un miembro de la familia. En efecto, la familia dividida no sólo es un hecho constatable, sino una realidad trágica: el deportado difícilmente podrá regresar y los familiares tampoco quieren regresar a México.
Por otra parte, los hijos, la segunda generación, ya fueron socializados en Estados Unidos; los que se fueron de chicos se pueden acoger al programa de regularización ya puesto en marcha (Dream Act, DACA) y no quieren volver, y los nacidos allá, menos. El pueblo de origen ya no les interesa, no hay nostalgia que los atraiga.
En muchos casos los migrantes están esperando una legalización, que finalmente se arregle su condición de irregularidad. Pero todos sus sueños son quedarse a vivir definitivamente en Estados Unidos sin la presión y la amenaza de ser deportados. No obstante, la seguridad plena que se logra con la ciudadanía es algo que queda muy lejos en el horizonte, tal como van las discusiones en el congreso.
Se constata que en muchas localidades los migrantes tanto mexicanos como centroamericanos han dejado de construir. Lo que antes era un orgullo y un símbolo de estatus, ahora es un factor de riesgo, de extorsión y secuestro. Las familias ya no quieren encargarse de invertir los ahorros de los migrantes ni dirigir la construcción de las casas, porque se exponen a mostrar públicamente que tienen dinero.
Las casas de los migrantes eran proyectos personales, con características muy propias que reflejaban sus sueños y ambiciones. Pero no son inmuebles que puedan tener valor en el mercado, por lo menos no al precio que deberían. Muchas casas vacías de migrantes en comunidades alejadas han sido vandalizadas; se roban todo, desde los sanitarios hasta los cables de la instalación eléctrica.
Sólo los migrantes que construyeron en ciudades medias y grandes pueden vender sus casas y recuperar su inversión. En efecto, ahora los migrantes que todavía piensan volver prefieren invertir en las ciudades cercanas, para poder mover a sus familiares, especialmente a sus padres, a lugares un poco más seguros.
De manera similar se han cancelado muchos negocios y proyectos de inversión productiva. Ahora tener dinero e invertir se ha convertido en un riesgo, en la invitación directa a que te cobren derecho de piso, a que te secuestren. Esa es la realidad en Michoacán, Zacatecas, Durango, San Luis Potosí y en muchas otras regiones del país. El logro y el fruto del esfuerzo de años ahora es motivo de inseguridad y preocupación.
El negocio de las camionetas chocolate que traían los migrantes para vender, usar o regalar también se ha cancelado. Antes el viaje suponía pagar una mordida, ahora se ponen en riesgo la camioneta, la carga y la vida. Los viajes con cantidad de regalos y enseres domésticos resultaban rentables para los migrantes y sus familias. Luego podían legalizar la camioneta y venderla o dejarla para la hora del retorno.
Ahora se estila la frase siguiente, pronunciada con seguridad, autoridad y elocuencia por un narco o delincuente común: “Fíjese que a mi jefe le gusta su camioneta… ¿cómo ve…?” Ni modo, a entregar las llaves y salvar la vida.
El riesgo del viaje por tierra propició que algunos choferes emprendedores hicieran negocio trayendo camionetas del otro lado. Pero ya son varios los casos en que los choferes reportan que los asaltaron y les robaron la camioneta. Y no hay modo de reclamar o recuperar algo de la inversión.
Ahora los migrantes que quieren venir a su pueblo llegan por avión, lo que resulta muy caro, con el costo adicional de los taxis, el sobrepeso que tienen que pagar y el riesgo de que te toque en rojo el semáforo fiscal y empiece la procesión. Ya no es posible traer un poco de fayuca de regalo o de perdida para la tratada.
Después de muchos años pasados en el extranjero, los migrantes pierden los reflejos y desconocen los códigos actuales que permiten sobrevivir en el medio y evitar zonas o situaciones de riesgo, con la desventaja adicional de que la impunidad en estos casos es mucho mayor, los delincuentes se aprovechan de que los migrantes viven lejos, tienen urgencia de regresar y no tienen contactos ni medios para reclamar.
La extorsión, el cobro de derecho de piso y el secuestro son un asunto que no sólo afecta a los ricos y poderosos. Ahora es el pueblo llano y bajo el que también se ve amenazado. Antes se decía que las ciudades eran inseguras, ahora resulta que en el medio rural y pueblerino campean la inseguridad y la impunidad.
Quién diría que aquellos tiempos memorables de la mordida con el federal de caminos iba a resultar mejor que la cruda realidad actual. No sólo se ha quebrado el sueño americano, también se ha hecho pedazos el sueño de volver al terruño.