Opinión
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Milagro
A

cabo de hablar con mi amiga Beatriz Jaguaribe, quien me llamó de Brasil y me hizo el reporte de los últimos meses de su vida en Río de Janeiro. Entre sus descripciones de la vida cotidiana en el calor crepitante de aquella ciudad enloquecida por carnavales y olimpiadas, mundiales y manifestaciones, inflaciones, erotismos y calentamientos globales, Bía tuvo un comentario que inspira mi columna de hoy, acerca de la visita reciente del papa Francisco a Río. Según me contó Bía, en Río se dice que… (“señora, dicen que dónde / mi madre dice, dijeron…”) Francisco acumuló en ese solo viaje suficientes milagros para justificar su eventual (y ahora inevitable) canonización. El más importante de esos milagros fue que el Papa consiguió, con la mayor naturalidad del mundo, que 300 mil brasileños se arrodillaran ante un argentino. No es poca cosa.

La noticia del milagro de Francisco me alegró. Es hora de volver a entender y aceptar el poder –avasallante, inexplicable, inabarcable, pero real– del milagro. Cuando está uno metido en una situación que no tiene asideros, que no tiene ni por dónde agarrarse porque no parece tener ni un adentro y un afuera, ni un arriba ni un abajo; cuando no hay acción posible que nos permita salir de una situación, ahí está, y sobreviene y sirve, y funciona, el milagro. Por ejemplo, el deprimido no sale solo de la depresión casi nunca; necesita que le suceda algo, o que le den una pastilla, que haya luna llena… Lo que sea. Pero por voluntad propia no saldrá.

O cuando una sociedad entera sucumbe al vértigo de un ciclo de crimen y violencia, como el que ha sucedido en México desde hace años; cuando no se sabe quiénes son los policías y quiénes los ladrones; quiénes buscan enturbiar las aguas y quiénes aclararlas. En situaciones así, la solución externa no es ni irreal ni despreciable. Los milagros sí existen, y son fundamentales.

Todos los dramaturgos de la antigüedad reconocían esto; lo sabían. La idea da origen incluso a una solución dramática de cajón: el deus ex machina –es decir, el dios que aparece al final de una obra, montado sobre un carro, y que llega justo para desfacer todos los entuertos que los actores eran incapaces de desenredar por sí solos, con sus propios recursos. En casos así, la solución dramática necesita un punto de apoyo externo para resolverse. Visto desde los actores, ese punto de apoyo externo aparece como un milagro, porque los actores del drama carecen del todo de voluntad que influya en los actos del punto externo. Trescientos mil brasileños jamás se hubieran hincado ante un argentino por cuenta propia. Necesitaban que apareciera una fuerza externa, en este caso el carisma irresistible del santo padre, para conseguir algo así de inimaginable.

Lo interesante de todo esto desde un punto de vista ya histórico es que la sociedad moderna insiste en desprestigiar al milagro. Para el moderno no existen los milagros –eso nos decimos casi a diario– sólo existe el trabajo, sólo el empeño, sólo el mérito. Se trata de una actitud que se ha profundizado a un grado tal, que incluso en el teatro o en el cine ha perdido todo prestigio la solución del deus ex machina, que se considera una baratija a la que recurrren sólo los autores que son incapaces de resolver los entuertos inventados por sus cerebros. Para el moderno, el deus ex machina es para dramaturgos flojos. Los milagros, en general, son para los holgazanes. Sueños güajiros. (¿A qué le tiras cuando sueñas, mexicano?, etcétera.)

Pero hoy se me ocurrió que en una de esas las cosas no son así. Que los antiguos, que tanto creían en milagros, reconocían algo que a los modernos nos cuesta trabajo aceptar, y es que no estamos del todo en control de nuestras vidas. ¿Existen los elementos internos en la sociedad mexicana para resolver la guerra del narco? No lo creo. Me parece, al contrario, que en una de esas no existen los tales elementos, y que es, al final, por eso que las formas de religiosidad nuevas que han emergido con el narco le otorgan tanta importancia a la figura del soberano como algo externo, algo superior, algo que los controla desde fuera.

El culto de la santa muerte es un ejemplo justamente de eso: ahí la muerte ya no aparece como una mensajera obediente de Dios (un cupido mortífero), sino como un ídolo que acepta y otorga favores. Que quita y que da a su antojo. Otro ejemplo: la imagen enloquecida del narco como caballero templario. Según la leyenda, los caballeros templarios eran los guardianes del Cálice Sagrado y del arca del templo de Salomón. Es decir, la imagen de templario es la del guardián de un poder sagrado, autónomo y externo. El poder del caballero resguarda y es resguardado por el poder infinitamente mayor del objeto sagrado y milagroso.

Quizá venga siendo hora de tomarse esas formas de religiosidad popular más en serio. Lo que nos están diciendo es que el poder de la droga viene de afuera, que no lo controlamos. Que es más grande que el poder de los narcotraficantes. Que los controla, antes que ser controlado, por ellos. La sociedad mexicana está inmersa en una depresión colectiva –no ve asideros de dónde agarrarse para salir de ella–, esto se debe a que la sociedad no tiene todos los mecanismos con qué salir a la mano, no tiene todos los instrumentos necesarios para salir por sí sola. La solución a esta depresión pedirá, por eso, la intervención de factores que exceden la voluntad de los actores centrales del drama, la intervención de factores que no son ya ni policías ni ladrones. Quizá ayude un poco que entendamos que lo que se necesita, hoy, es un milagro.