a madrugada del sábado 22 de febrero fue recapturado en Mazatlán, Sinaloa, Joaquín Guzmán Loera, el traficante por el que la agencia antidrogas de Estados Unidos (DEA, por sus siglas en inglés) había ofrecido 5 millones de dólares y que en 2009 fue colocado por la revista Forbes en la lista de los millonarios más grandes del mundo. El golpe, de indudable impacto mediático y que debía transformarse en una victoria política para el régimen de Enrique Peña Nieto, chocó con el escepticismo y la incredulidad de parte de la población, y a ello abonaron las contradictorias narrativas de Estados Unidos y México sobre el suceso.
No está de más recordar el papel de las agencias de seguridad estadunidenses en la fabricación del mito Chapo Guzmán, señalado profusamente como cabeza de una multimillonaria trasnacional del crimen con ramificaciones en 54 países. En su última fase, la leyenda negra comenzó a agigantarse el 11 de marzo de 2009, cuando Guzmán, uno de los delincuentes más buscados de México
(según rezaba la propaganda oficial), apareció en el selecto club de los nueve mexicanos que, según Forbes, acumulaban una riqueza colectiva de 55 mil millones de dólares. Para la publicación, Guzmán Loera (1954), originario del poblado de La Tuna, en Badiraguato, Sinaloa, no era un heredero, sino un self made man, es decir, alguien que hizo fortuna con su propio esfuerzo. Su ramo: industrial del transporte de drogas ilícitas.
Su riqueza fue calculada entonces en mil millones de dólares, debajo de Carlos Slim, Alberto Bailleres, Ricardo Salinas Pliego, Jerónimo Arango, Germán Larrea y Roberto Hernández, y a la par de Emilio Azcárraga Jean y Alfredo Harp Helú, y ocupó el escalón número 701 del catálogo de los más ricos entre los ricos. “¿Qué pretende Forbes? ¿Convertir a un criminal en modelo a seguir para millones de desesperados, o dar sustento a quienes quisieran ver a los marines en la guerra antinarco?”, cuestionaba con anticipada lucidez la Rayuela de La Jornada del día siguiente.
Más allá del complot
y la campaña de desprestigio
contra su gobierno, esgrimidos entonces por Felipe Calderón, y los señalamientos de su procurador Eduardo Medina Mora (actual embajador en Washington), de que Forbes hacía la apología del delito
, la carga simbólica de incluir al ícono de la criminalidad organizada enviaba el mensaje implícito de que el crimen sí paga; que el poder económico se concentra por la vía legal o ilegal, y en cualquier caso, si se logra, se tiene un lugar asegurado en la lista creada por Bertie Charles Forbes en 1917.
Ya entonces, el gobierno de Estados Unidos ofrecía una recompensa de 5 millones de dólares por su captura. La mitología sobre Guzmán sería abonada por enésima vez el 10 de enero de 2012, cuando la Oficina de Control de Bienes Extranjeros (OFAC, por sus siglas en inglés) del Departamento del Tesoro, identificó al jefe del cártel de Sinaloa como el narcotraficante más poderoso del mundo
. Cinco días después, la directora de la DEA, Michele Leonhart, declaró en Washington que su dependencia estaba enfocada
en su captura: “Nuestras operaciones y nuestra inteligencia, tanto de la DEA como de otras agencias (…) están todas preocupadas por esto. Es blanco de nuestras operaciones e investigaciones”. La funcionaria dijo que los operativos encubiertos de sus agentes consistían en infiltrar y rastrear el tráfico de drogas y el lavado de dinero en territorio mexicano.
El 27 de febrero de 2012, una pifia en la traducción de la Secretaría de Gobernación atribuyó a la responsable de Seguridad Interior de Estados Unidos, Janet Napolitano, la cacería y condena a muerte del Chapo: Nos tomó 10 años atrapar a Osama Bin Laden y lo encontramos; ustedes saben qué pasó después. Y creo que lo mismo va a pasar con Guzmán
. Corregida la primera versión estenográfica de los burócratas de Gobernación, que ubicó a la Napolitano como presunta promotora explícita de incursiones asesinas contra el millonario de Badiraguato, quedó claro que, más allá de la intención del gobierno calderonista de fabricar la percepción de que enfrentaba un peligro tan grande como el terrorismo, Washington había colocado mediáticamente al Chapo como sucesor de Bin Laden y, como en Pakistán, sus comandos especiales buscarían la oportunidad de realizar una operación quirúrgica expedita.
El 13 de marzo siguiente, el titular de primera plana de La Jornada destacaba: “En Los Cabos, El Chapo se le volvió a escurrir a la PF”. Citando a José Cuitláhuac Salinas, subprocurador de Investigación Especializada en Delincuencia Organizada (Siedo), un despacho de Ap consignaba que la Policía Federal había estado cerca
de capturar a Guzmán Loera en una mansión de Los Cabos, Baja California Sur, tres semanas antes, cuando ocurría una cumbre ministerial del G-20 a la que asistió la secretaria de Estado, Hillary Clinton.
La nota citaba datos de un cable diplomático estadunidense difundido por Wikileaks, que atribuía al secretario de Defensa mexicano, general Guillermo Galván, haber dicho que Guzmán se desplaza frecuentemente entre 10 y 15 sitios para evitar ser arrestado y que tiene un equipo de seguridad hasta de 300 hombres
. Agregaba que el “séquito de escoltas y equipo de vigilancia (…) normalmente incluye helicópteros”.
Difundida por Ap, agencia que históricamente se ha prestado a las acciones encubiertas de Washington, la acción fallida parecía destinada a preparar el terreno para una inminente
captura del Chapo. En agosto de 2012, fuentes militares de Estados Unidos y México confirmaron a Proceso la existencia de un plan del Pentágono para atrapar o ejecutar
a Guzmán, prácticamente copiado del que llevó al asesinato de Bin Laden en Pakistán. El operativo se efectuaría exclusivamente por miembros de la Marina estadunidense; aceptado por Calderón, pero rechazado por las fuerzas armadas, el plan sería propuesto al próximo presidente de México, Enrique Peña Nieto…