l domingo pasado a mediodía, en el Teatro de Bellas Artes, la Orquesta Sinfónica Nacional (OSN), con su titular Carlos Miguel Prieto en el podio, tuvo como solista destacadísima a la violinista rusa Viktoria Mullova. Se encargó del Concierto para violín número 1, de Shostakovich, y lo hizo de manera deslumbrante. Decir que se trata de un repertorio que le queda bien parecería una redundancia, debido a la natural afinidad nacional; sin embargo, es claro que Mullova siente a Shostakovich de manera especial, como lo demostró a través de una interpretación técnicamente impecable y expresivamente potente pero sin excesos de drama.
A lo largo de toda la obra, la violinista puso en los lugares adecuados las dosis exactas de pasión, introspección y sarcasmo que contiene el Concierto No. 1 de Shostakovich, con una sólida cuota de concreción estilística y una presencia escénica calladamente magnética, austeramente volcánica.
Mucho podrían aprender de Viktoria Mullova los numerosos músicos-saltimbanquis que deambulan por el mundo. Su ejecución de la larga cadenza que une los dos últimos movimientos de la obra fue excepcional. Previo a Shostakovich, Prieto y la OSN ofrecieron la breve y contundente Fundición de hierro de Alexander Mosolov, formidable y emocionante expresión musical de un maquinismo brutal que sacude los oídos y acelera el pulso de la mejor manera posible, con energía y convicción.
En el mismo escenario, por la tarde, la Orquesta Filarmónica de San Petersburgo presentó el segundo de sus conciertos en esta ciudad, bajo la batuta de Yuri Temirkanov. Conjunto sinfónico de alto nivel, sin duda, y con la legendaria carga del nombre y la tradición de Leningrado, la OFSP mostró sobre todo, en el contexto de una solidez sonora general, una sección de cuerdas con una homogeneidad envidiable, que fue posible apreciar por igual en la límpida filigrana virtuosa de la obertura El barbero de Sevilla, de Rossini, y en el denso y oscuro rugido con el que inicia la Segunda sinfonía de Rajmaninov. De la versión de esta obra con la que los rusos cerraron su programa, destacó particularmente la cohesiva enjundia aplicada al Scherzo, sin duda el más ruso de sus cuatro movimientos, emparentado, no muy lejos, con las ideas nacionalistas del Grupo de los Cinco en su perfil épico y heroico.
En medio de Rossini y Rajmaninov, la violinista japonesa Sayaka Shoji hizo una pulida y eficaz versión del Segundo concierto de Prokofiev. Técnica de primera, articulación y fraseo claros y nítidos, corrección en el estilo, sonido bien proyectado. Es decir, no hay queja sobre su Prokofiev… sin embargo, la comparación era inevitable, y a la joven Shoji le falta eso indefinible y trascendente que sí tiene Viktoria Mullova y que la convierte en una artista de alto nivel.
Dicho lo cual sobre la música, es momento de mencionar que Yuri Temirkanov (quien, hay que reconocerlo, dirige no marcando el compás, sino haciendo música) llegó a México envuelto en la controversia de sus recientes y muy discutibles declaraciones sobre diversos tópicos musicales y culturales. Dijo Temirkanov que es antinatural que las mujeres dirijan orquestas, que no tienen lo que se necesita para ello. Se sugiere al maestro ruso que investigue a fondo cuánta música hay detrás de las faldas (o pantalones) de Anu Tali, Marin Alsop, JoAnn Falletta, Michi Gaig, Emmanuelle Haim, Susanna Mälkki, Gabriela Díaz Alatriste o Alondra de la Parra. Es lamentable que un músico de su talla diga semejante cosa a estas alturas del siglo XXI.
Y entre otras cosas que también dijo el director ruso, habría que preguntarse retóricamente si afirmar que Vladimir Putin es un paladín de la cultura no equivale a decir, por ejemplo, que Enrique Peña Nieto es un paladín de la lectura. Glorificar desde un podio y una batuta a un ex policía y ex espía, culpable de un truculento maximato ejercido en la figura de su pelele Dmitri Medvedev, un déspota que está a punto de incendiar Ucrania y anexas con una guerra promovida por las peores razones, y tan corrupto como los oligarcas a los que puso en prisión también por las peores razones, ciertamente contradice los principios básicos de la ética artística y personal que podría esperarse de un director con la trayectoria de Yuri Temirkanov.