a obra de Beth Henley, ganadora del premio Pulitzer y otros galardones, se inscribe en el realismo que tan buenos frutos ha dado al teatro estadunidense. Hace bastante tiempo ya la vimos dirigida por Héctor Mendoza en el escenario circular del Polyforum con un reparto en el que figuraban Julieta Egurrola, Christian Bach, Margarita Sanz y Margarita Isabel. Es posible que se haya convertido en un clásico moderno como afirma Martín Acosta en el programa de mano y lo que sí se puede afirmar es que sigue siendo atractiva para el público y los teatristas, como lo confirma la cursilada de alfombra roja el día del estreno de esta versión en el Centro Cultural Helénico por donde desfilaron algunos actores de teatro y la chaviza de Televisión Azteca, esto último según se me dijo (a lo mejor la utilización de la alfombra roja se debe a las personas que invirtieron según Efiteatro, siguiendo el decreto que las exime de impuestos por una cantidad semejante a lo invertido.)
Las hermanas Magrath se reúnen al cabo de un tiempo de no saber unas de otras en la cocina de la casa del abuelo en donde vivieron su niñez, siempre con el mismo cariño que se tuvieron desde niñas ante el sufrimiento común por el suicidio de la madre. La única que no se ha ido del lugar es la hermana del medio que ve como su destino es cuidar a su abuelo, mientras la mayor sueña con ser una cantante exitosa, cosa que no consigue, y acaba de salir de un instituto psiquiátrico y la menor disparó a un marido abusivo del que se esconde ayudada por sus hermanas. Obra acerca de gente común con sus secretos a cuestas, de allí su éxito constante, ahora traducida por Alberto Lomnitz.
Algo ocurrió con Enrique Singer que es un hombre culto y un director acucioso para permitir que (o buscar a) Érika Crayer hiciera los desfiguros que hizo como escenógrafa a pesar de contar con Víctor Zapatero en iluminación. Una mole en forma de caracol es lo primero que se destaca en lo que debería ser realista pero no lo es, con la cocina del abuelo compuesta de las partes más inverosímiles, entre las que se destaca un extraño refrigerador muy poco visto si no se va a Internet, como hice yo y como sin duda hizo la pseudo escenógrafa. Se trata de un aparato que refrigera sin electricidad inventado en 1931 nada menos que por Einstein y otro científico, Szilard, al que se conoce con los apellidos de los inventores: Einstein-Szilard, que abandonaron su invento al no conseguir una patente y tener otras preocupaciones.
¿Para qué recurrir a semejante artificio si se podía colocar un refrigerador de la época? El prurito de originalidad es mal consejero en las escenografías. Otros lamentables errores de la arquitecta metida a escenógrafa consisten en la cama, con buró y lámpara casi en proscenio derecha del espectador que no tiene más razón de ser que facilitarle un par de movimientos al director y muy por fuera de la cocina esa mesa y sus sillas que nadie puede creer que pertenezcan a un viejo enfermo; una cocina amplia de pueblo o ciudad provinciana de esos años puede contener una mesa y sillas de madera y hasta un confortable sillón o una mecedora en lugar de la cama y el juego de mesa y sillas. El realismo que tanto molesta a algunos requiere ser reflejado desde que se abre el telón. Es la primera escenografía de la arquitecta que se dedica a diseñar interiores y que tiene estudios de teatro en CADAC y yo espero que sea la última si no estudia y rectifica.
Pienso que Singer no dio importancia al aspecto visual por estar más interesado en dirigir a su elenco. Su trazo es tan fluido como siempre con buenos chistes como los intentos de suicidio de Babe, y actrices y actores logran un desempeño muy homogéneo a pesar de provenir de diferentes escuelas: Marina de Tavira, Irene Azuela, Ilse Salas, Martín Altomaro, Jana Raluy y Pedro de Tavira Egurrola. El vestuario es de Amanda Cárcamo y la música original de Alejandro Giacomán.