partir de ahora debe señalarse con fuerza que la desigualdad es económicamente ineficiente. Llevando la reflexión más allá de la discusión ética, impulsada porque la crisis económica iniciada en 2007 profundizó la desigualdad en el reparto del ingreso, luego de que los años neoliberales incrementaran notoriamente esa desigualdad, una nueva ruta abierta por el FMI advierte que las políticas redistributivas no tienen impactos negativos sobre el crecimiento. De este modo, la discusión que se ha dado en los ámbitos académicos y que ha motivado importantes protestas sociales, como el movimiento Ocupy Wall Street, ahora está ubicada en el centro de la política pública.
En términos generales, la teoría económica había demostrado que había una disyuntiva entre equidad y eficiencia, es decir, que todas las mejoras redistributivas introducidas por intervenciones estatales implican un cierto costo en la eficiencia económica, lo que se traducía en menor crecimiento. El conocido libro de texto de Stiglitz La economía del sector público plantea que el núcleo central del debate sobre política pública lo constituye la pregunta ¿a cuánta eficiencia tenemos que renunciar para reducir la desigualdad?
Resulta que esta verdad sabida por todos no es tal. Una institución de la envergadura del FMI ha decidido cuestionar este enfoque a partir de una revisión empírica de la relación equidad y crecimiento. Esta revisión se suma a aquella en la que se cuestionó la tesis de que los programas de austeridad no afectaban el crecimiento económico y que echó por tierra los fundamentos económicos de las políticas contractivas. El FMI acaba de publicar dos estudios, uno referido a la relación entre desigualdad e insostenibilidad del crecimiento, en el que se concluye que, como dice Krugman en su último artículo en el New York Times (10/3/2014) que los países con menores niveles de desigualdad del ingreso mantienen mejores resultados en su crecimiento que aquellos en los que hay niveles importantes de concentración del ingreso y el otro trabajo revisa los efectos de políticas redistributivas sobre el crecimiento económico llegando a la conclusión de que intervenciones redistributivas no afectan el crecimiento.
Así que el dilema clásico entre equidad y crecimiento no es pertinente ya. Consecuentemente la desigualdad del ingreso puede y debe corregirse a través de la intervención estatal. El FMI, corrigiendo un postulado hasta ahora fundamental, sostiene con claridad que mantener estructuras concentradas en el reparto del ingreso entre los diferentes estratos sociales es inconveniente económicamente. Establecida la conveniencia económica, el punto es si las fuerzas políticas con representación parlamentaria pueden lograr un acuerdo capaz de modificar sustancialmente la distribución del ingreso, de modo que ocurran transferencias significativas de la cúspide de la pirámide distributiva, desde los más ricos, hacia la base constituida por los pobres. Por ello el asunto se convierte en puramente político.
Recientemente la OCDE informó que, medida la desigualdad como las veces en las que el 10 por ciento más rico de la población se apropia del ingreso ganado por el 10 por ciento más pobre, la situación actual en el mundo es desastrosa. En México esa relación es de 26 veces, mientras que en promedio entre los países miembros de la OCDE es de nueve veces. En Estados Unidos el asunto ha merecido la consideración de Obama, que ha planteado que el resto de su administración se dedicará a luchar contra la desigualdad. Esta decisión política tiene no sólo justificaciones éticas, sino también económicas. Reducir la desigualdad en aquel país es indispensable para crecer más rápidamente.
El gobierno reformista de Peña debiera incorporar en su agenda esta nueva dimensión de las políticas redistributivas, entender que benefician al crecimiento económico. Por supuesto habrá fuerzas económicas relevantes que no estarán dispuestas a que se actúe con fines específicamente redistributivos, pero económica y políticamente tiene pertinencia. Tan importante como la lucha contra los capos de la droga, es la lucha por darle algo a los que prácticamente no tienen nada.
Los ocho años del gobierno del presidente Lula en Brasil evidenciaron que colocar en el centro de la política pública el incremento de los ingresos de los sectores más depauperados dinamizó el funcionamiento económico. Situaciones similares están ocurriendo en otros países de América Latina, en los que hay una política expresa que combate la desigualdad. Nuestro país no puede, ni debe, mantenerse como si el tema no fuera relevante. Se requiere convocar un gran movimiento contra la desigualdad, que hasta los ortodoxos proponen y que respondería a un reclamo social de enorme urgencia.