Opinión
Ver día anteriorJueves 13 de marzo de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
Villoro
L

a última vez que escuché hablar a Luis Villoro fue en febrero de 2012, durante el inicio del homenaje a Adolfo Sánchez Vázquez celebrado por la UNAM en la Facultad de Filosofía y Letras. Al tomar la palabra erguido en el atril, parecía un viejo profeta de cabello blanco, aún poseedor de esa mirada jovial que ningún quebranto físico logró borrar. Villoro extrajo del bolsillo una hoja con anotaciones, breves apuntes manuscritos, y de inmediato entró en materia al señalar el dilema que, según él, enfrentaba el marxismo de su reconocido Sánchez Vázquez: o se afirmaba, digámoslo así, en su aspiración de ser un pensamiento científico o prefería su condición de reflexión libertaria, cuestión que de un modo u otro ya había dado lugar a jugosas polémicas, incluyendo la más conocida en torno a la ideología y la revolución que en cierta forma resume las posiciones de ambos pensadores. Villoro, antiguo colega y amigo personal de Sánchez Vázquez, al subrayar sus diferencias con el marxismo del homenajeado mostraba a la vez su respeto y admiración al intelectual cuya obra valoraba sin demérito del ejercicio crítico que él consideraba razón de ser de la filosofía. Dicha cohe­rencia para aceptar las críticas recíprocas y disquisiciones fundadas en argumentos racionales define la obra de Villoro. Su actitud cálida, fraternal, solidaria en el plano de la vida social, se sostiene, sin duda, en el rigor teórico y académico que hizo de él un referente indispensable de la cultura moderna mexicana, una luz ética y racional visible a través de su propia evolución filosófica y política.

Sus trabajos iniciales, como Los grandes momentos del indigenismo (El Colegio de México, 1950) y La revolución de Independencia, un ensayo de interpretación histórica, UNAM, 1953, fueron vitales para la formación intelectual de una generación que buscaba, o bien un cambio de paradigmas o la vuelta original a los principios fundadores de la nación. A pesar de las limitaciones señaladas más adelante por el autor (además del existencialismo en boga cierto hegelianismo y un marxismo rudimentario), ambos libros sacudieron la conciencia y apresuraron la maduración de ua visión de la historia de México que venía a romper con las ataduras simplistas y retóricas sobre el pasado mexicano y su doloroso presente. Pero la clave de su trascendencia, la razón por la cual muchos legos los leímos con entusiasmo, está en la capacidad de Villoro para ser portavoz de los más humillados por la injusticia y la desigualdad. Como dice el filósofo Guillermo Hurtado, el ejercicio de la razón y, en especial, de la razón filosófica, siempre ha sido, para Villoro, el ejercicio de una razón vital. Incluso sus obras más teóricas y abstractas han tenido, en el fondo, una preocupación existencial, moral y política, en el mejor sentido de esta palabra tan manchada ( Revista de la Universidad).

A finales de los años 50, cuando el régimen burocrático emprende el camino de la decadencia, ese intelectual –cuyos comienzos ha contado aquí Víctor Flores Olea– permitió a muchos vernos inmersos en el universo mexicano al que por derecho propio también pertenecían Rulfo y Revueltas, El laberinto de la soledad, Los días terrenales y La región más transparente, pero también y sobre todo hombres como Othón Salazar y Rubén Jaramillo, Demetrio Vallejo y Valentín Campa, presos políticos hasta que la insurrección democrática del 68 cambió las reglas del juego. Villoro participa en El espectador, el mejor ensayo de unir la inteligencia con la izquierda para defender la causa democrática planteada por los trabajadores ferrocarrileros como la gran tarea pendiente de la sociedad nacional. Luego del diazordacismo, entusiasta y diligente, Villoro se propuso recorrer el país con Heberto Castillo para organizar una fuerza política alejada de viejos arquetipos, sin renunciar ni por un instante a defender sus posiciones aun tratándose de asuntos difíciles que la militancia de la época soslayaba debatir. Así, en un artículo publicado en Punto Crítico en marzo de 1973, pone en tela de juicio la racionalidad de la lucha armada que irrumpe en la vida nacional: “... Ante la violencia institucional hay una salida falsa: la violencia desesperada y anárquica de algunos rebeldes. La violencia sólo puede tener un efecto revolucionario cuando existen organizaciones de masas capaces de orientarla y secundarla. En caso contrario se alimenta a sí misma. Agudiza la actitud represiva del régimen, da las justificaciones buscadas a los grupos dominantes que quisieran romper el equilibrio existente con soluciones dictatoriales, propicia la pervivencia de bandas fascistas provocadoras; constituye, en suma, el elemento indispensable en un dialéctica que crea el clima social adecuado para cualquier golpe reaccionario. Objetivamente, la violencia tiene, en las circunstancias actuales, efectos contrarrevolucionarios. La prueba es que sólo el examen de las intenciones o propósitos personales de sus actores nos permite distinguir si un secuestro o un asalto ha sido efectuado por un grupo ‘revolucionario’ o por una banda de provocadores”.

Sería imposible para mí realizar una síntesis aprovechable del pensamiento de Villoro, pero es evidente la congruencia que existe entre quien piensa que la actividad filosófica es un pensamiento disruptuvo. Es decir, cumple una función de ruptura de las creencias y sus esfuerzos por develar el pensamiento de dominanción versus el pensamieno de liberación que ha de regir tanto la búsqueda del entendimiento como de la buena vida (lo otro en el seno de la sociedad existente) y su reflexión sobre el saber y el poder que lo conducirá –a través del zapatismo– a una reflexión en profundidad no sólo en torno al cuarto momento del indigenismo sino a la búsqueda de la democracia comunitaria como un componente sustantivo del proceso de emancipación humana.

Por último, Luis Villoro fue siempre una figura entrañable para mi familia. Cercano, abierto y preocupado por los demás. Lo recordaremos hasta el último día.

A sus hijos, nuestro afecto. A Fernanda, un abrazo muy fuerte.