egún un estudio realizado por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), divulgado ayer, el ingreso de las familias mexicanas acumuló un descenso de 5 por ciento entre 2007 y 2010, la peor caída registrada entre los países miembros de ese organismo durante el referido periodo. Al presentar el documento, la coordinadora de gabinete y representante de la OCDE, Gabriela Ramos, reconoció que nuestro país se encuentra en los niveles más bajos de ese grupo de naciones en indicadores de producción y bienestar, y la diferencia de ingreso entre el estrato más alto y el más bajo en México es casi tres veces más grande que el promedio de la organización.
El pobre desempeño de la economía nacional en las mediciones de ese organismo internacional confirma el carácter fantasioso de los sucesivos empeños gubernamentales –del salinato en adelante– por colocar a nuestro país en esa élite de las economías industrializadas y en desarrollo. Por el contrario, a dos décadas del ingreso formal de México en ese grupo de naciones, es meridianamente claro que los gobernantes del ciclo neoliberal no han podido o no han querido abatir las condiciones de atraso social y económico que prevalecen en el territorio, y antes, al contrario, las han profundizado mediante la aplicación de un modelo económico que concentra la riqueza nacional en unas cuantas manos y ha mantenido o multiplicado el número de pobres.
Resulta significativo que el reconocimiento de ese fracaso provenga de la propia OCDE, organismo que por norma ha hecho causa común con el Fondo Monetario Internacional y con el Banco Mundial en la promoción del llamado Consenso de Washington y en su implantación en América Latina, y en esa lógica ha avalado el abandono, por los gobiernos de la región, de las políticas de desarrollo social y los programas de redistribución de la riqueza.
En el caso concreto del ingreso de las familias, es pertinente recordar que su ubicación en los niveles más bajos a escala internacional es consecuencia de una política deliberada de contención salarial, reducción de programas sociales y eliminación de derechos y conquistas laborales, puesta en práctica por las administraciones neoliberales con los supuestos objetivos de reducir la inflación, incrementar la competitividad y la productividad y atraer inversiones extranjeras. En los hechos, sin embargo, esas medidas se han traducido en uno de los obstáculos principales para una reactivación efectiva del mercado interno, para la generación de empleos y para una recuperación económica perceptible y sólida.
En todo momento, las políticas mencionadas han contado con el beneplácito de la OCDE. Significativamente, países latinoamericanos que en los últimos lustros han tenido resultados económicos e indicadores sociales mucho mejores que el nuestro, como Argentina y Brasil, ni siquiera se hayan planteado ingresar a esa suerte de club de ricos
que cuenta con dos socios pobres –México y Turquía– y varios recientemente empobrecidos: España, Portugal, Grecia e Italia.
En el caso mexicano, la membresía correspondiente ha sido una atadura adicional a las desastrosas recetas neoliberales y, al mismo tiempo, uno más de esos ejercicios de simulación de economía emergente –cuando no de país desarrollado– tan apreciados por las élites gobernantes. Pero el nivel de desarrollo de una economía no se mide sólo por el número de individuos que logre colocar en la célebre lista de Forbes, sino, sobre todo, por la fortaleza de su mercado interno, el nivel de vida de su población, su grado de avance educativo y tecnológico, la calidad de sus servicios y, también, por la eficacia de sus instituciones para promover el desarrollo social. Pero esas capacidades son, en caso de México, asignaturas pendientes desde hace 20 años, cuando el salinato adhirió al país a la OCDE. Y si no se emprende un giro social en la política económica, lo seguirán siendo.